La editorial Montesinos ha publicado El sexo en China, un estudio firmado por dos destacadas sinólogas: Elaine Jeffreys i Haiqing Yu. Hace unos días I'm not Madame Bovary, una película sobre los divorcios ficticios en China, ganaba la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián. La gracia del guión radicaba, justamente, en que los divorcios falsos por cuestiones impositivas son habituales en China y los problemas burocráticos y vitales que generan son continuos y muy alambicados. El sexo en China explica cómo, a pesar de la globalización, la vida sexual de los chinos es bien diferente de la de los occidentales. Un libro para situarnos en un universo que a menudo nos es muy distante y difícil de entender, como el que presenta I'm not Madame Bovary.
De Mao al capitalismo
Jeffeys y Haiqing Yu explican que, en tiempo de Mao, en China casi no se hablaba de sexo. Cualquier referencia al tema se consideraba burguesa y contrarrevolucionaria, y no era nada conveniente ser tildado de burgués o de contrarrevolucionario en plena revolución cultural. En realidad, el sexo quedaba velado incluso en la presentación del cuerpo: hombres y mujeres iban embutidos en idénticos uniformes, con idénticas gorras, idénticos zapatos... El escritor haitiano René Depestre, en uno de sus relatos, explica que se pasó tres años en China sin tener ni una relación sexual (una heroicidad para un caribeño); cuando se dirigió al dirigente de su residencia de extranjeros para explicarle que estaba tan necesitado de sexo que no podía ni pensar, éste, amablemente, le facilitó pastillas de bromuro. Ahora, la situación es radicalmente diferente: en cualquier rincón de China se puede encontrar publicidad en que, para vender los productos más diversos, se exhiben cuerpos jóvenes con poca ropa. Por todo el país proliferan los clubs nocturnos, que ofrecen espectáculos de striptease o karaokes con transexuales. Y las páginas de Internet chinas van bien llenas de pornografía.
La familia como modelo
Según los datos de las últimas estadísticas, los chinos tienen sus primeras relaciones sexuales a una edad media de 23 años. Y normalmente las tienen en el marco de relaciones estables de las que esperan un matrimonio (aunque en El sexo en China también se apunta que cada vez hay más gente que usa el sexo de forma lúdica). Los jóvenes reciben muchas presiones de las familias para casarse. Hay un neologismo, "shengnü", que se usa para designar a las chicas de más de 27 años que lo tienen mal para encontrar marido porque son demasiado exigentes (los hombres chinos se suelen casar un poco más tarde, pero si continúan solteros en los 29 también generan inquietud a sus parientes). Las familias hacen lo posible para conseguir que los hijos (generalmente hijos únicos) se casen pronto, y no con cualquiera, sino con la persona que sus padres encuentren conveniente. En muchos parques chinos hay, cada semana, una especie de ferias de novios. Se trata de unos encuentros abiertos para buscar pareja. Pero generalmente los que acuden no son los solteros, sino sus padres, que llevan anuncios donde exponen públicamente las virtudes de sus descendientes. Muchas parejas se forman a través de las gestiones de los padres.
Prostitución y corrupción
En los años 1950 en China se prohibió la prostitución, en el marco de las campañas comunistas para liberar a la mujer. El sexo en China explica que las leyes de aquella época no se han derogado, pero que la prostitución ha experimentado un espectacular crecimiento. En China encontramos prostitución por todas partes: en las peluquerías, en los karaokes, en los salones de masaje, en los hoteles, en la calle... En cualquier ciudad de China se reparten pequeños cartoncitos publicitarios con fotos de chicas en bañador o con uniformes escolares, del mismo tipo que los locales de relax chinos distribuyen a veces en los parabrisas de los coches de Barcelona. Se calcula que en China hay entre 1,7 y 6 millones de mujeres que tienen la prostitución como principal fuente de ingresos. Pero, además, hay un gran número de mujeres que practican la prostitución ocasionalmente: sobre nueve o diez millones. Y, por otra parte, están los "money boys", aquellos jóvenes que se prostituyen con hombres o con mujeres. Las autoridades hacen la vista gorda a la prostitución, aunque oficialmente continúan con las proclamas abolicionistas.
Armarios chinos
Según las autoras, en China tradicionalmente había habido una cierta tolerancia hacia la homosexualidad. Pero en tiempo de Mao los LGTB se persiguieron duramente. En los últimos lustros, la existencia de homosexuales se ha ido haciendo cada vez más patente. Hay quien asegura que en China hay 40.000.000 de LGTB. El cierto es que la comunidad cada vez es más activa y se hace presente en el mundo de la música, del arte, en movilizaciones... El problema, para ellos, no viene tanto del Estado como de las familias, que no aceptan la homosexualidad y presionan a los jóvenes para que se casen y tengan hijos. Muchos, incapaces de resistir la presión, se casan. Algunos se casan con gente del sexo contrario pese a su orientación, y generan muchos problemas a sus parejas (incluso hay asociaciones de damnificadas por matrimonios con gays). Otros LGTB, en cambio, optan por matrimonios ficticios entre gays y lesbianas. Estos matrimonios ayudan a retrasar el conflicto con los padres, pero a veces acaban siendo, también, terriblemente conflictivos.
Interesante pero no redondo
El libro de Jeffreys y Haiqing Yu nos enseña la realidad de un mundo que, con la modernización, no parece acercarse a nuestro mundo. El sexo en China es una puerta abierta a un universo con unos valores diferentes a los nuestros. Pero no se trata de un libro redondo. Por una parte, para el público en general peca de un exceso de academicismo. Por otra parte, las autoras se fijan más en las leyes sobre matrimonio o en las iniciativas de los activistas LGTB que en los comportamientos habituales de los chinos (probablemente por falta de datos estadísticamente significativos). Al cerrar el libro, pues, se mantienen muchas incógnitas abiertas sobre la vida sexual de los chinos, pero la obra deja una idea bien clara: hay otro mundo, y lo tenemos a doce horas de avión de aquí.