Tal día como hoy, hace 24 años, el Consejo de Europa aprobó la Carta de las Lenguas Regionales y Minorizadas. Este tratado tenía la misión de impulsar el uso normalizado de las lenguas regionales -o nacionales- que no tenían la protección del aparato de un Estado. Inicialmente la firmaron 11 de los 46 Estados que forman el continente europeo. Entre los que estaba el Estado español, que reconocía un mapa de 6 lenguas minorizadas. El que más. Posteriormente se han añadido 19 Estados más. Entre ellos el Estado francés que, a estas alturas, todavía tiene pendiente detallar su mapa.
La Carta de Lenguas -que fue proclamada a bombo y platillo- no ha pasado de ser un tratado de "buena voluntad". Los objetivos han quedado desdibujados por una interesada -y pintoresca- interpretación, o simplemente, por la inacción política. En el mejor de los casos han sido perversamente transformados en un instrumento de marketing turístico. En otros, los pretendidos objetivos duermen en el sueño de los justos. Y en el peor de los casos, han muerto de asfixia cubiertos de polvo al fondo de un cajón ministerial. Detalles que revelan la extraña arquitectura de esta Europa que tenía que ser de las personas.
Sorprendentemente, el alemán tiene el status de lengua minorizada en Dinamarca, Hungría, Rumania, Eslovaquia y Ucrania. Y el castellano lo tiene en Gibraltar. De las 32 lenguas minorizadas que no están prestigiadas por el aparato de un Estado, el catalán es la que tiene más hablantes, con más de 10 millones. Más que el sueco, el danés, el noruego o el finés, por mencionar algunos ejemplos de lenguas estatales. Y mientras eso sucede, el catalán sigue inmerso en una lucha por su supervivencia. Resistiendo las agresiones continuadas de los Estados españoles y francés. Con el silencio cómplice de las autoridades europeas. ¿Voluntad política o festival folclórico?