Si Rajoy no tuvo ningún pesar al enviar miles de policías a Catalunya, con el único objetivo de zurrar a viejos indefensos, diría que la aplicación hard core del artículo 155 no puede sorprender a nadie con dos dedos de frente. Desde hace tiempo, tanto el presidente español como el núcleo del PPSOE madrileño han pensado que eso nuestro de la independencia era cuestión de unos pocos illuminati que había que aniquilar con determinación (primero fue Carod, después Mas, y ahora le toca al gobierno Puigdemont) y a su vez que, como dirían Losantos y Arcadi Espada, la llama secesionista se acabaría el día en que el Estado tomara tutela de TV3, de los Mossos y de todos los inventos con que el autonomismo pujolista había hilado la identidad catalana desde la Transición. Llorar o lamentarse porque Rajoy haya hecho lo que había avisado, y ya hace unos cuantos meses, me parece caer en el peor de los pecados: la pérdida de tiempo.
Más allá de intervenir TV3 con el fin de mutar los mapas con que de hace lustros nos tortura el plomo de Tomàs Molina, diría que —con su discurso de ayer— Rajoy hizo patente un pacto entre las élites españolas y catalanas según el cual se pretendería presionar a Puigdemont para que convoque elecciones antes de una semana y así ahorre el trabajo sucio al presidente español. En el fondo, no nos hemos movido de la dialéctica que ha atenazado los días posteriores al 1-O: o el Parlament catalán ejerce la soberanía, exponiendo así sin ambages que Catalunya es un país ocupado y desafiando la autoridad madrileña, o habrá que volver a insertar el soberanismo, vía elecciones, en el magma burocrático del autonomismo. La no declaración fallida del 10-O, con suspensión incluida, tenía la secreta intención de presionar a Rajoy para que perpetrara una represión light: como veis, la táctica se ha convertido en fallida.
Más allá de hacer una declaración efectiva y real de independencia, no sé qué narices tiene que debatir la cámara catalana sobre la aniquilación de la autonomía
Artur Mas y su entorno pensaron que, retrasando la declaración de independencia, el soberanismo podría coger fuerzas inflamando todavía más la indignación de sus bases, para así ganar tiempo (expresión que siempre me ha inquietado) y recoger apoyo internacional para la causa. Con su mensaje de ayer y siguiendo con esta línea de actuación, el president Puigdemont ha convocado un pleno en el Parlament con el objetivo de debatir efectos y acciones posteriores a la aplicación del 155: ya me perdonaréis, pero más allá de hacer una declaración efectiva y real de independencia, no sé qué narices tiene que debatir la cámara catalana sobre la aniquilación de la autonomía. En resumidas cuentas, Puigdemont gana tiempo pero continúa exactamente en el mismo magma del día posterior al 1-O: declarar la independencia y hacer justicia al referéndum que él mismo convocó o rendirse.
A nadie se le escapa que las autonómicas (por mucho que se digan constituyentes o interplanetarias) son el sueño húmedo del unionismo, encantado que el independentismo vuelva a dividirse como antes del 27-S, con discusiones sobre si hace falta hacer o no una candidatura unitaria, con su consecuente hoja de ruta y lucha de candidatos. Nada complacería más a Rajoy y a los suyos que unos comicios donde el soberanismo se presente con la agenda oculta de recuperar las ventajas que el pujolismo autonomista había regalado a Catalunya, una dialéctica que puede beneficiar a los partidos soberanistas, pero donde Ada Colau siempre acabará siendo la reina de la fiesta: la alcaldesa de Barcelona, como sabemos, es especialista en urdir proyectos políticos a base de aprovecharse de la frustración ajena. El independentismo no puede caer en la trampa de unos comicios donde el objetivo se convierta en salvar a la Generalitat del unionismo.
La única alternativa que veo a todo es volver a aquello que los parlamentarios del 'sí' nos habían prometido en la ley del referéndum: declarar la independencia, y prepararnos para la batalla contra la bestia. Como habéis visto, son capaces de todo.