Una de las cosas que me complacen más de estos días maravillosos es hablar con algunos sénior que nos han dado la tabarra durante lustros, explicándonos cómo habían esprintado delante de los grises, ahora cagaditos de miedo con la sola presencia del barco Piolín amarrado en el puerto de Barcelona. Es magnífico presenciar los discursos de todos estos apologetas de la desobediencia (juvenil, of course) que ahora piden garantías a un gobierno que intenta hacer votar el pueblo mientras la administración española inunda el territorio de pasma; es maravilloso comprobar como todos estos que habían pedido el imposible en las calles de París ahora exigen a la Generalitat que sea transparente y rigurosa mientras le encierran altos cargos; es gratificante ver a Miquel Iceta decir que, justamente porque los socialistas lucharon contra Franco, ahora no hay que ir a votar; es fantástico, en definitiva, ver como Serrat se ha convertido en su propia tía soltera.
Las épocas marcadas por la tiranía sólo se entienden del todo cuando están a punto de cerrarse y la podredumbre moral que ha castrado a su gente ya hiede demasiado como para seguir haciendo comedia. He escrito durante meses —contra la opinión de muchos soberanistas, por cierto— que la única forma de colapsar el régimen del terror español, haciendo aflorar toda su capacidad represiva, era ir hasta el final con la aplicación del referéndum. Han hecho falta pocos días para manifestarlo y hoy (cuando la intervención de los Mossos ya está en la agenda de Rajoy) me complacería añadir que, como ya adelantó Maquiavelo, el Estado no tendrá ningún inconveniente en incumplir sus propias leyes, si con eso consigue mantener las fronteras intactas. Las élites madrileñas saben que no pueden parar millones de votantes en la calle sin violencia: ellos sólo tienen la burocracia, tú tu libertad, tu resistencia y tu cuerpo.
Lejos de aplicar el 155, los lacayos de Soraya intentan recuperar todos los artículos de la Constitución que les han permitido someter a vigilancia a los catalanes desde el 78, excusándose en tumultos que no existen y en una violencia en la calle que intentan atizar sin éxito
Los regímenes totalitarios no sólo implosionan cuando su agresividad se hace insostenible: también se estrellan cuando esta represión se urde desde la más absoluta de las cobardías. Fijaos como, lejos de aplicar el 155, los lacayos de Soraya intentan recuperar todos los artículos de la Constitución que les han permitido someter a vigilancia a los catalanes desde el 78, excusándose en tumultos que no existen y en una violencia en la calle que intentan atizar sin éxito de hace tiempo y que no tendrán ningún inconveniente a inventarse si hace falta. Este es el resultado lógico de un Estado que se ha hecho constitucional a través de la violencia encubierta, que ha promovido durante décadas la pantomima de haber pasado de la ley franquista a la democracia con un alehop y que ya no puede disfrazar que se ha hecho a él mismo blanqueando la dictadura. Se ha tenido que llegar hasta aquí para saber lo feroz que era el bicho.
La libertad no se conseguirá ni echando a Rajoy (es la trampa podemita en la cual parecen querer caer muchos independentistas) ni volviendo a enjaularse en el sueño de una España diferente: el Estado no es aquello que querríamos, sino aquello que es, barcos y ametralladoras incluidas. No hay liberación colectiva sin catarsis individual. Más allá de indignarte, de manifestarte y de movilizarte por todo lo que pasa, piensa en qué es todo lo que has perdido durante todos los años en que te han hecho callar la boca con el fin de no desentonar, en qué te has castrado para no vivir de tu propio talento y en el que la normalidad era el quietismo, porque todo iba bien. Sólo entonces entenderás qué te juegas en todo ello, y así podrás entender que eso no puede acabar con un nuevo pacto de silencio. Intenta, cuando menos, que de aquí unos años no te acabes convirtiendo en todo aquello que habías odiado de joven.
Pase lo que pase, ya lo sabes, estos son días maravillosos.