Una de las grandes virtudes que ha tenido desde siempre Mariano Rajoy ha sido el arte de jugar con el hecho de que se lo presente como un tipo que afronta las dificultades sin mover ni un sol dedo por táctica, como un Don Tancredo de juguete, mientras aprovecha esta caricaturización para tramar su agenda, evitando el ruido de sables. Hay quien, cuando se ejercita escarneciendo a Rajoy, sonríe satisfecho dibujando a un político que parece no dar golpe: sin embargo, mientras todo el mundo se burla en su cara llamándole inmovilista, Rajoy hace ya años que lleva maquinando una de las recentralizaciones de poder más duras de la historia de España (repasad la reforma de la Administración local, por ejemplo), lo cual, en el caso catalán, se ha complementado con un ataque inaudito a la política lingüística y cultural del Govern y con la judicialización del procés ya conocida, ayudado por fiscales de confianza y ahora por la Guardia Civil.
Rajoy parece no moverse pero no para quieto y –a pesar de haber estado rodeado de corruptos– ha conseguido que las manzanas podridas de la derecha española no afecten su subsistencia en la Moncloa. Rajoy ha tenido rateros muy cerca olfateándole las barbas, sin embargo –de momento y a falta de novedad– quien ha pringado políticamente por estas perlas ha sido el mundo del aznarismo, con Esperanza Aguirre al frente, no él. A nivel de geopolítica europea, Rajoy también se permite ser escarnecido por todo dios, pero –mientras en España la alternativa pase por un gobierno de socialismo plurinosequé, flanqueado por un partido como Podemos, de vocación queridamente antieuropeísta– tanto Merkel como la mayoría de países recibirán la permanencia de Rajoy como una fuente de estabilidad: como todos los burócratas y registradores, el presidente confía en que el statu quo lo salve por él mismo.
Todo eso sería fantástico sin la existencia del independentismo, que –de ir al grano y solidificar sus intenciones– obligará tarde o temprano a Rajoy a utilizar una táctica de represión judicial inaudita en la Europa democrática. El presidente español puede aguantar sin despeinarse haber expedientado a un político sedicioso, pero sabe perfectamente que no puede reprimir la celebración de un referéndum sin encerrar a centenares de cargos públicos. En este sentido, es maravilloso que los políticos de Junts pel Sí y de la CUP hayan firmado conjuntamente la ley del referéndum y sería todavía más edificante que los mismos políticos firmaran también la convocatoria del 1-O, escudados también si hace falta con la firma de cuantos más alcaldes se pueda. Hasta ahora, Rajoy ha podido inhabilitar a políticos catalanes sin ruido, pero imputar opacamente a la mitad de los representantes de un país es toda otra cosa.
El statu quo y la Guardia Civil tienen una fortaleza innegable, pero ni Europa ni la misma España podrán asistir impasibles a un desfile general de políticos catalanes (en activo) recibiendo citas de la benemérita sin ningún tipo de transparencia judicial. Todos conocéis de sobra la conocida sentencia aznariana según la cual antes de romperse España se rompería Catalunya. La dinámica será justamente la inversa: en un entorno de represión policial de los electos, España no podrá sobrevivir a una Catalunya donde la mayoría de los representantes políticos son represaliados. De hecho, es muy fácil ver cómo cada día que el soberanismo obra con mayor determinación y tranquilidad en su agenda, el españolismo se vuelve más histérico y a la vicepresidenta Soraya se le estira más la barbilla, provocándole un aflautamiento vocal prácticamente franquista.
El Estado necesita la legalidad y la fuerza para reprimir la voluntad individual de los ciudadanos. Pero cuando la respuesta colectiva al statu quo es pacífica y colegiada, no hay ningún órgano de represión que acabe funcionando, por autosuficiente y legítimo que se pinte. A mayor tranquilidad del soberanismo, más histeria vendrá de Madrid. Hasta hace muy poco, había gente que escarnecía el referéndum tildándolo de salto adelante alocado. Contrariamente, la huida de autonomistas de la Generalitat y el progresivo uso de la fuerza por parte de las estructuras del Estado español para evitar la celebración lo han demostrado necesario, cartesiano y muy efectivo. Y todavía no hemos visto nada. Preparaos.