Cuando era profesor de instituto, y lo fui durante diez años, había un ejercicio que me empeñaba en repetir cada curso, en todos los grupos, de manera sistemática, casi como forma de presentación, en algún momento de las asignaturas que impartía. Se trataba de hacer leer, en voz alta, un fragmento de algún texto que debíamos comentar en clase o que nos servía para abrir alguna cuestión. Entre los más jóvenes, siempre se producía una escena, que no por reiterada dejaba de sorprenderme. Después de que algún estudiante hubiera leído en voz alta un texto, y yo pedía que me explicara lo que había acabado de leer, siempre había alguno que me recriminaba que no lo hubiera advertido antes, porque entonces se habría fijado en lo que leía. Con variantes, he reencontrado a menudo la misma escena en la universidad, sin la franqueza de la confesión de los estudiantes de secundaria: ahora, sin embargo, a menudo acostumbran a releerlo, aunque sea en voz baja, para probar, en la repetición de la lectura, comprender lo que dice el texto, lo cual es precisamente, en este ejercicio, el objetivo de mi pregunta.
En realidad, comprender el texto es que lo que define la lectura. Por eso, siempre me sorprendía la escena, y me sigue sorprendiendo, porque, sin comprensión, no hay propiamente lectura. Lo descubrimos cuando, después de creer que hemos leído un párrafo o alguna página, tenemos que volver atrás si, por cansancio o sueño, o por pura desatención, nos damos cuenta de que hemos ido leyendo sin entender. Sin embargo, lo que constatamos, inmediatamente, en la lectura interior, cuando leemos sin entender, parece que no pasa, y de aquí la sorpresa que no deja de producirme la constatación, cuando leemos en voz alta. Quizás porque la lectura en voz alta ha dejado, durante un tiempo, de ser una práctica generalizada, sistemática y habitual en todos los niveles de la vida educativa y, ¡debe reconocerse!, incluso familiar. Y, aun así, la lectura en voz alta es quizás la forma más radical de lectura o al menos la forma en la cual la lectura llega a ser un ejercicio compartido.
Cuando leemos en voz alta, no sólo se produce el encuentro entre alguien que lee y alguien que ha escrito, un encuentro que a veces puede tener los efectos de una auténtica revelación o incluso de una conmoción, sino que, a estas dos figuras, la del lector y del escritor, se añade la figura de alguien que escucha lo que otro lee de otro que ha escrito alguna cosa. Si toda lectura es la coincidencia de dos mundos, el del lector y el del escritor, en la lectura en voz alta se suma el mundo del que escucha a aquellos dos mundos entrecruzados de quien lee y de quien ha escrito, antes, lo que alguien lee.
Leer en voz alta es aprender a leer de verdad. En primer lugar, porque en voz alta, el leer moviliza todo nuestro cuerpo. Y, en segundo lugar, y sobre todo, porque entonces la lectura se multiplica en otro, que, sin leer, escucha lo que otro lee a la vez que intenta comprenderlo. Por eso, si el ejercicio de la lectura íntima y solitaria es un ejemplo de comunidad concentrada (dos personas, dos mundos, dos tiempos), la lectura en voz alta es la constatación de una socialidad mínima, destilada, triangular. Dos son pareja. Tres ya es una sociedad en su mínima expresión: una voz que viene del pasado (aunque sea muy reciente), una voz que actualiza en presente aquella otra voz y una voz, callada, que acoge aquellas otras dos voces y que, en silencio, dialoga, a través de la comprensión de lo que se lee en voz alta.
Alguien dijo, y yo estoy convencido, que la lectura en voz alta es la prueba de fuego de la auténtica lectura. Podemos leer, en silencio, para nosotros, sin comprender lo que leemos: sólo nosotros nos podemos dar cuenta de ello. Pero no es posible leer en voz alta si no entendemos lo que leemos: ¡se nota demasiado! O se les nota demasiado, como todo el mundo ha podido observar, cuando, por ejemplo, reconocemos que es exactamente eso lo que le pasa a algún locutor televisivo si, atento al teleprompter, neglige el sentido de aquello que está leyendo.
Por esto me parece una iniciativa extraordinaria la que ayer llegó al final, por este curso: el Certamen Nacional de Lectura en Veu Alta impulsado por la Fundació Enciclopèdia Catalana, en su duodécima edición, con más de setecientas escuelas e institutos del país. Una iniciativa que tiene su origen en Alemania y que ahora, doce años después de ponerse en marcha en Catalunya, ofrece un resultado, que crece año tras año, realmente espectacular. En un acto en el Teatre Nacional de Catalunya, ayer, con una platea de casi mil personas, los finalistas, unos cincuenta estudiantes de primaria y secundaria de todo el país, fueron desfilando, sobre el escenario, durante un acto de una intensidad realmente emocionante, presidido por la Presidenta del Parlament de Catalunya, Carme Forcadell. Se demostró, de manera inequívoca e irrefutable, que actos como este, basados en el ejercicio continuado en las aulas de la lectura en voz alta, son quizás la mejor campaña de la lectura posible entre escolares. Tal vez convendría recordar algunas de las campañas institucionales de fomento de la lectura que, al menos algunas, deberían avergonzar durante décadas a sus responsables.
En esta ocasión, con el Certamen de Lectura en Veu Alta, al contrario, y fui testigo durante todo la mañana, se puede descubrir el esfuerzo sostenido de maestros y profesores, durante todo el curso, no sólo por hacer leer, y leer muy bien, en voz alta, porque era difícil no admirarse de la precisión de la dicción y de la intensidad de la lectura, sino por conseguir el milagro que, cuando uno lea, se transforme, entrando en el texto como quien entra en un mundo. Me quedo con una imagen del acto final de esta iniciativa memorable: cada vez que uno de los casi cincuenta estudiantes empezaba a leer, lo hacía con una seguridad y una decisión que ya querrían, para sí, muchos actores y actrices, ignorando la presencia sin duda intimidatoria de las mil personas que escuchaban. Pero si, por un casual, alguien empezaba dudando, tentativamente, quizás por una comprensible inseguridad, y pasó sólo cuatro o cinco veces, sólo al acabar la frase ya estaba tan dentro del texto que daba la impresión que estaba solo, o en su clase, o en su casa. El efecto era realmente prodigioso: ¡eso es leer! No encuentro imagen más potente y efectiva del inmenso poder de la lectura, revelado, precisamente, en el acto de leer en voz alta.
Ojalá esta experiencia siga multiplicándose por todas las escuelas e institutos del país. Esta gente son la vanguardia del futuro.