La guerra sucia del Estado español contra Cataluña ya ha asesinado al menos dos presidentes, Pau Claris y Lluís Companys, y el domingo 1 de octubre intentó humillar a todo el país mediante la figura de Carles Puigdemont. La actual guerra de independencia de Cataluña comenzó siendo sólo una guerra mediática pero ahora ya es plenamente una guerra de guerrillas, en la que unos hacen un uso indiscriminado de la fuerza y los otros intentan mantener la serenidad y la no violencia. Sabemos que, por ahora, la guerra es más psicológica que nunca y que España quiere provocar, humillar, borrar la cordura proverbial de la nación y hacer explotar como fuere la reacción popular. Se atacan sin miramientos a los símbolos de Cataluña, como la figura presidencial y se intimida a la gente para que esta lengua nuestra que protesta, esta lengua que denuncia y reclama libertad, esta lengua de los catalanes la tengamos de donde no debería haber salido, muchachos, como siempre, la lengua en el culo.
Ayer los robocops de la policía española pegaron en la ciudad de Girona a un ciudadano por haber usado el claxon de su automóvil para protestar. En Fontajau cuando ya era de noche también intimidaron. En el momento de escribir este texto llegan diversas noticias oscuras como sus uniformes negros actuando en mitad de la noche. En Calella y Pineda se han producido conflictos. En varios lugares del país y de diversas maneras los gendarmes españoles continuarán con su estrategia de desafío esperando que alguien pierda los nervios para aumentar su dosis de represión violenta. Cuanto más serena y pacífica sea la respuesta ciudadana más intensa será la estrategia de la provocación policial y militar, más intensa será la propaganda política que desfigura la realidad y que culpabiliza de todo lo que pase o pueda pasar exclusivamente a los catalanes. El juego consiste en no cometer ningún error. Como hacen los maltratadores que matan a mujeres indefensas los políticos del gobierno del PP sostienen que tenemos sólo lo que nos hemos buscado, argumentan que únicamente es democrático y constitucional lo que ellos han decidido que lo es. Y punto. Además, cuentan con la ayuda inestimable de los tres principales diarios catalanes, a sueldo de Madrid, La Vanguardia, El País y sobre todo El Periódico, insinuando, anunciando, previniendo, como si lo desearan mucho, que estemos alerta, que puede haber muertos, que pudieran producirse víctimas, de tal manera que el homicidio de catalanes nos escarmientara y nos hiciera callar de una puñetera vez. Gregorio Morán fue uno de los primeros en hablar de muertos. Y en Sant Julià de Ramis, este 1 de octubre, la periodista ultraderechista y aristócrata Cayetana Álvarez de Toledo, marquesa de Casa Fuerte, justo delante de mí (tengo fotos) se dedicó a ser de casa fuerte, pero fuerte de verdad . Mientras los otros periodistas se apresuraban a comunicarse con sus redacciones para narrar el brutal asalto del polideportivo municipal, la injustificable violencia ejercida sobre los vecinos de la localidad, ella se dedicaba a increpar verbalmente a una persona y me levantaba el dedo con gesto desafiante. Proclamó que la salvaje represión militar de la Guardia Civil que acabábamos de vivir (yo todavía estaba blanco) era la democracia, el estado de derecho y la justicia. Y que los nacionalistas, todos nosotros, éramos unos indeseables, porque el nacionalismo es xenofobia. Y que somos xenófobos porque no queremos vivir con los demás, porque no queremos vivir con España. A continuación se dio la vuelta y siguió el camino por donde se habían ido los civilones armados hasta los dientes.
Aquella mañana del 1 de octubre el presidente Puigdemont, consciente de su alta y muy honorable dignidad, consciente de encarnar a Cataluña entera y a la voluntad auténticamente democrática y pacífica de los catalanes, acabó bajo un puente. Para evitar hallarse en mitad de la carga de la Guardia Civil armada, para evitar que su alta presencia pudiera hacer perder los nervios a los vecinos de Sant Julià de Ramis que, sin duda, le habrían defendido a muerte, decidió optar por la astucia. Se podría haber producido un baño de sangre y no exagero lo más mínimo, yo lo viví. Con toda la dignidad humana que sabe desprender bajó del automóvil, bajo un puente, para evitar que el helicóptero espía de la Guardia Civil se diera cuenta, y cambió de vehículo. El coche presidencial y el primero de la escolta volvieron a su domicilio y el segundo de la escolta, con Puigdemont ya dentro, se dirigió en Cornellà de Terri y, a escondidas de los medios de comunicación, pudo votar finalmente. Sí, votó en el referéndum que no se celebraría.
Se podría haber producido un baño de sangre y, por fortuna, el presidente hizo todo lo que pudo para evitarlo. Fue más listo que sus enemigos, más prudente, eficaz. Sólo cuando las fuerzas armadas españolas se habían retirado definitivamente del polideportivo, y sin haberse anunciado antes tampoco, Carles Puigdemont quiso estar con los vecinos, con su pueblo, con su gente. Con el gesto grave, áspero, bajó del vehículo entre aclamaciones, decidido y visiblemente irritado. Los congregados, vecinos y periodistas, sin terminar de entender qué estaba pasando en un primer momento, comenzaron a gritar “Presidente, presidente, presidente” como una invocación a que regresara la autoridad legítima, como un retorno al sentido común y a la civilización, a la normalidad, como un reconocimiento de su autoridad que ya se había convertido en algo más que potestad política y era ya, vivamente, autoridad moral. Puigdemont no se esperaba una reacción tan entusiasta por parte de un público que poco antes había experimentado auténtico pánico y auténtico desprecio. Yo estaba a menos de dos metros y le vi sonreír. Sonrió para saludar a la ciudadanía y para llamar a la calma. Puigdemont es un hombre que sonríe ante la adversidad y sabe convocar a la cordura. Fue inmediatamente rodeado, aplaudido, ovacionado, acompañado. Penetró en el polideportivo y visitó el lugar de votación entre cánticos, himnos, entre aplausos, entre muestras crecientes de adhesión y, sobre todo, de alegría. Logró recuperar una dignidad perdida. “Presidente, presidente, presidente” se oía una y otra vez. Espontáneamente se vivió una escena magnífica, se hizo visible durante unos veinte minutos la unidad de todo el pueblo rodeando, homenajeando, incluso protegiendo el presidente Puigdemont. Y eso que en ese momento nadie sabía aún que pocas horas antes había estado bajo un puente para evitar una segura tragedia. (Continuará)