Carlos III, rey de Inglaterra, parece que va por el buen camino en su recuperación del cáncer. Cuando menos, está recuperando antiguas tradiciones y costumbres. Se podría tomar como el indicativo de que se siente mucho más fuerte que a principios de año, cuando estalló esta pesadilla de salud en la familia real británica. Vuelve a ser él, en definitiva. Y eso, en el caso del marido de Camila de Cornualles, quiere decir que ha recuperado su proverbial mal genio. La mirada de killer, los gestos autoritarios, la impaciencia y la explosividad.
Todos recordamos la rabieta que el hijo de la difunta Isabel II agarró durante la ceremonia de proclamación como rey de Inglaterra. Cuando tenía que estampar su firma de manera oficial en los documentos pertinentes, la disposición de la mesa, las dimensiones y la puesta en escena no fueron de su gusto, y uno de los trabajadores de Buckingham Palace sufrió su ira pasiva-agresiva. La escena, retransmitida por cadenas de todo el mundo, lo retrató de manera severa. Ahora bien, los que lo conocían a fondo como príncipe de Gales no se sorprendieron nada de nada. No, Carlos III no es ninguna hermanita de la caridad. Tiene un buen historial de malos humos.
El impacto de la enfermedad ha amortiguado el talante del rey a ojos del público. La imagen dura y áspera se ha hecho más tierna y humana. Pero la cabra tira al monte, y Carlos no ha podido reprimir su mala leche durante un episodio absurdo y cómico en una visita oficial a Jersey. La pareja real presidía un desfile por las calles de la localidad, cuando se puso a llover a cántaros. No solo eso, la ventolera también era importante. El rey se mantuvo de manera estoica, fiel en la supuesta flema británica, con el traje mojado a pesar de su paraguas. A su lado, la reina Camila se protegía con su paraguas colocado de manera peculiar, sosteniéndolo con la cabeza. Necesitaba las manos liberadas para ponerse la gabardina. Pero no lo conseguía. De hecho, se estaba haciendo un lío cada vez más inexplicable. El vídeo es del 'Daily Mail'.
El rey, al ver los movimientos caóticos de su esposa, que este miércoles soplará 77 velas, intenta ayudarla. Sin demasiado entusiasmo y sin dejar su paraguas, pero intenta poner fin al esperpento. Todo es en vano: Camila no acierta el agujero, y la situación empieza a ser más de Benny Hill que de la Corona. Incapaz de ayudarla, estalla. ¿Quién paga los platos rotos? El servicio. As usual. Una mirada fulminante y furiosa y, al instante, aparece un ayudante que acaba con el show. Nos imaginamos al empleado y, sobre todo, el sudor helado que le recorrería la espalda. Si mañana se encuentra la carta de despido en la taquilla, no le sorprenderá nada. El jefe tiene malas pulgas.