La muerte es siempre dolorosa, aunque hay matices. No es lo mismo fallecer con 90 años o con 49. A pesar de lo que pueda opinar la juventud, que te pille con 50 es una tragedia agravada. Quedaba mucha vida por delante, como es el caso de Fernando Gómez-Acebo, hijo de la difunta infanta Pilar y primo del rey de España, Felipe VI. El finado no disfrutaba de una salud de hierro, con problemas respiratorios habituales, pero nadie esperaba un desenlace fulminante como este. El golpe ha sido fuerte, pero el luto no es riguroso. O eso parece. Cuando menos, por parte del monarca. Tampoco de la consorte Letizia.
La reina asistió el sábado al tanatorio, acompañando a su marido. Sin embargo, al día siguiente se saltó el entierro en el cementerio, un acto mucho más privado y familiar. Sí, familiar. Y la asturiana, quiera o no, es familia. Su ausencia ha sido muy comentada y criticada. Cierto que los antecedentes de Letizia en estos ámbitos funerarios es particular, pero no hay excusa. Una obligación es una obligación. Quizás no te caía bien, quizás esta rama de la estirpe es hostil y poco amigable. Lo que quieran. Pero ella tiene que estar por encima de las circunstancias. Y ha quedado muy por debajo, evidenciando que las cosas en Zarzuela están mal. Por Jaime del Burgo, pero también por el talante de los propios monarcas.
Letizia no es la única que ha forzado la nota durante este fin de semana triste y luctuoso. Su marido tampoco ha estado demasiado acertado. La escena que se vivió en el cementerio de San Isidro de Madrid no es admisible. Sí, el rey es una de las personas más famosas del país. Todo el mundo lo conoce, te caiga mejor o peor. Pero es un rey, es decir, un hombre de proyección institucional, solemne, presuntamente serio. No es un futbolista del Madrid, tampoco un triunfito ni un torero. De hecho, ninguno de estos ejemplos se comportarían de la misma manera que el Borbón en una situación similar: unos fanáticos que lo quieren saludar, tocar y retratar, caiga quien caiga. Felipe, haciendo gala del mote de 'campechano' de su padre Juan Carlos, se ha pasado de frenada.
El alboroto es insólito: el rey entra en el recinto funerario y se acerca a saludar a dos mujeres que venden flores en la puerta. Un gesto que provoca el estallido de otro grupo de personas, más que probables familiares y amigos de las saludadas por el royal, a la caza de la foto y del apretón de manos con Felipe VI. A un señor de edad avanzada, patriarca del clan, no lo deja marcharse mientras intenta capturar el instante. El hombre se lía con el dispositivo, y la espera propicia la aparición de más personas. Hay selfies con dos dedos de la victoria, un niño que hace de fotógrafo, guardaespaldas alucinando e intentando contener la efusividad del personal, y un gesto del monarca cada vez más consciente de la que estaba armando en aquel momento. El peor parado, el niño reconvertido en retratista. Es el único que se ha quedado sin recuerdo; de hecho Felipe huye dejándolo con la palabra en la boca y la cámara en la mano, contrariado. Un sidral totalmente prescindible si, en vez de comportarse como Beyoncé, hubiera sido abordado con sobriedad y decoro. Que sí, que muy humano, y tal. Pero siempre escogen los momentos más inadecuados para demostrarlo. No vamos bien.
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