El tenista Rafael Nadal hace despertar pasiones de todo tipo. Las deportivas no tienen ningún tipo de discusión: es un jugador de leyenda. El resto es otra historia. El manacorense, monárquico y españolista de pro, es un ídolo de esta parroquia. Unas características que provocan repulsión para muchos otros, pero ya saben que eso no se puede decir muy alto, porque te cuelgan de un árbol como uno proscrito y un hereje. Estos días lo hemos visto con creces, a raíz de la victoria en la final del Open de Australia. Un ejemplo: parece maravilloso que el ejército español haga tuits felicitándolo y destacando su patriotismo, mientras que otros tienen que dimitir de sus cargos por un mensaje amparado en la libertad de expresión, pero que no le gusta a una empresa de seguros donde "trabaja" la infanta Elena a razón de 180.000€ anuales. Cosas que pasan.
La Casa Real española es la presidenta del club de fans del tenista, empezando por el patriarca huido Juan Carlos I. Tienen un vínculo tan estrecho que estuvo a punto de contagiarlo de coronavirus en Abu Dabi a finales de 2021. Borbón ha seguido de cerca la carrera triunfal de Rafa desde sus inicios, cuando ganaba su primer Roland Garros en el año 2005. Aquel 5 de junio es una fecha que Nadal nunca olvidará, pero por mucho que el cronista real Jaime Peñafiel se esfuerce, ni el mundo ni el universo se detuvieron. Pasaban otras cosas, y bien importantes. También en la Corona: aquel día la infanta Cristina, hoy en medio del escándalo de faldas de su todavía marido Iñaki Urdangarin, daba a luz a su cuarta criatura en la clínica Teknon de Barcelona: la única niña, Irene, que actualmente vive con ella en Suiza. ¿Qué tienen que ver Peñafiel y Nadal con este nacimiento? Nos lo explica el veterano columnista en un artículo en 'La Otra Crónica' con aroma a vendetta.
Ya saben que Jaime Peñafiel es el 'juancarlista' más indombable de la galaxia. Lo considera un ídolo, un hermano y una pobre víctima de tres miembros ilustres de la familia. Uno, Felipe, el hijo que lo ha echado de España. Dos, Letizia, fuente y origen de todos los males de la institución. Y tres, la reina emérita, para la que siempre tiene un reproche y una cuchillada más. A Sofía siempre le reprocha lo mismo: ha sido una cobarde por no haberse divorciado. Si aceptó infidelidades y humillaciones para mantener su estatus, pues a callar, a aceptar su rol y a ayudar a su hombre en sus horas más bajas y oscuras. Cosa que la griega no ha hecho, y por eso es mala, malísima. Para llegar a esta conclusión Peñafiel tiene muchas vías y mucha memoria, como acaba de demostrar recordando aquella final de Roland Garros en la que Juan Carlos y su mujer volaron a París para apoyar al joven tenista de 19 años llamado a ser un héroe nacional. Todo iba bien aquella tarde, pero de repente, el desastre, la vergüenza, el horror. La consorte Sofía hizo algo "impropio de una reina y de una señora". Palabras muy duras, sí.
Mientras Nadal luchaba cada punto, el móvil de la reina empezó a sonar. Era Iñaki Urdangarin, anunciando la llegada de la niña Irene. Sofía se levantó de la silla en el palco y, sin avisar a nadie, abandonó la localidad para hablar con su yerno. Un acto "grosero", dice el escritor, y que dejaba al pobre Juan Carlos aturdido, desconcertado, más solo que la una. Hay que tener valor, después de todas las veces que el Borbón ha abandonado a su señora para ocuparse de otros trabajitos, pero bueno. El caso es la reina dejó de serlo para cumplir como abuela, algo imperdonable según su opinión. Le pone todo tipo de adjetivos, "imperdonable", "espantada", "falta de profesionalidad", "injustificado". Y lo que es peor: denuncia que voló a Barcelona sola en el avión de las Fuerzas Aéreas que les había trasladado a la capital de Francia, una nave que tuvo que volver más tarde para recoger a Juan Carlos. Dramático, claro. Todo para conocer a aquella "niña rubia y gordita" que estaba, afortunadamente, perfectamente de salud, igual que su madre Cristina.
Gravísimo, faltaría más. Tan grave como humano. Leña al mono, Jaime.