Hubo un tiempo, no hace mucho, que Juan Carlos se creía por encima del bien y del mal. Todos le reían las gracias. Todos, menos una, la reina Sofía, que tragaba y tragaba mirando hacia otro lado.
Quizás la ayudaba a ponerse de perfil ante lo que hacía su marido faldero el hecho de que, de cara al público, Juan Carlos todavía se cortaba un poco y no hacía ostentación de sus conquistas bragueteras. O no demasiado. Hasta que llegó una calurosa noche de julio de 1990. La revista Vanitatis recuerda uno de los días más humillantes de la emérita vividos delante de los ojos de todo el mundo. Cuando menos, delante de los ojos de los muchos asistentes a una cena de aquellas que se hacían en los veranos en Palma donde todo era lujo y despilfarro. Primer gran festín de aquel verano, presidido por los entonces reyes de España. ¿La excusa? Bailarle el agua y hacerle la rosca al príncipe Aga Khan.
Todo el mundo sentado en la mesa esperando el festín. Mucho bochorno y mucho de ja, ja, ji, ji. Los camareros empiezan a servir el primer plato. ¿Y quién hace acto de presencia justo en aquel momento por el Real Club Náutico? El príncipe georgiano Tchokotoua, íntimo de Juan Carlos desde la infancia, acompañado de una empresaria mallorquina por quien Juancar bebía los vientos, Marta Gayá.
La amiga entrañable del rey que lo volvía loco de puertas a dentro. "Nunca he sido tan feliz", decía un enamorado emérito a sus íntimos hablando de Gayá. Un rey que aquella noche se pasó las formas por el forro. Cuando la vio aparecer a media cena, llegando tarde, todo el mundo se quedó sorprendido. Menos él. ¿Y qué hizo? Saltarse el protocolo y el mínimo respeto que le pudiera tener a su mujer, levantarse rápidamente de su mesa e ir a saludar efusivamente a su compañera de aventuras erótico-festivas, ante la incredulidad de todo el mundo y especialmente, de la reina Sofía. "El gesto fue uno de los mayores feos a la Reina", recuerdan en el citado medio. La cara de ella, un poema... Una cara que con el paso de los años, ha puesto muchísimas veces más.