La misa funeral en memoria de Fernando Gómez-Acebo, primo del rey Felipe fallecido el pasado 2 de marzo con 49 años, ha provocado un encuentro borbónico que no tiene nada que envidiar a la boda-circo del alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida. Sobre todo porque nos ha permitido ver a Letizia en territorio comanche, rodeada de una familia política que la detesta, a pesar del papeñçon que han representado desde el estallido Jaime del Burgo. La reina se ha encontrado cara a cara con el emérito, un encontronazo en el que las miradas eran como cuchillos afilados. Juan Carlos se mordía el labio ante su nuera, un gesto muy elocuente. No se soportan.
Letizia no se ha presentado esta mañana en la Catedral de Almudena, en Madrid, con perfil bajo. Ni mucho menos. Ha marcado paquete, a su manera. ¿Cómo? A través del joyero real. La exhibición de una joya en concreto, una pieza muy valiosa del catálogo real, dice más de lo que podríamos pensar. Se trata de la Perla peregrina, un broche que no se ve demasiado y que se supone reservado para grandes compromisos. La reina lo ha lucido en dos ocasiones: en la Pascua Militar de 2019 y en el funeral de Constantino II en Atenas. Dos citas solemnes con un carácter mucho más importante que la muerte de Fernando. Sin embargo, se lo ha puesto en la solapa. Dicen los cortesanos que para resaltar la relación del matrimonio real con el finado; la versión oficiosa lo deja en una "meadita" a sus enemigos.
La perla en cuestión tiene una historia polémica. Habla de esclavitud, de expolio, de la España más ignominiosa. La joya con forma de pera y de grandes dimensiones fue encontrada por un esclavo indígena del imperio español en Panamá, allí por el siglo XVI. Dice la versión "oficial" que el hombre la entregó con gusto y ganas a su amo y maltratador, Pedro de Témez, que perdió el culo para enviarla a otro rey Felipe, el II. Se convirtió en uno de los tesoros de la corona española, gracias al saqueo y aniquilación de la población local. Pasó de mano en mano, de reina en reina, custodiada en el monasterio del Escorial hasta el siglo XIX. Con la invasión napoleónica, la joya cambió de país. Ya en el siglo XX llegó a una casa de subastas, y el comprador fue el actor Richard Burton, que la regaló a su mujer Elizabeth Taylor. La pieza fue modificada e incrustada en un collar de diamantes y rubíes manufacturado por Cartier. Con la muerte de Taylor, volvió a salir a subasta, y se vendió por 12 millones de dólares en 2011.
Todo este periplo deja al descubierto una evidencia: la pieza que ha lucido la reina Letizia no es la original. La perla es muy valiosa, pero da la impresión que es una copia, falsa, no es la auténtica. Sin embargo, siguen considerándola como una reliquia del pasado más poderoso y brillante de la dominación española. Una falacia, eso sí. Como la buena relación entre Borbons. La película no hay quién se la trague.