Los reyes de España están en Suecia de visita oficial. Una escapada que está haciendo las delicias de la prensa cortesana: el tema (el único) del día es si Letizia va muy elegante y muy abrigada. Que si las joyas esto, que si las medias lo otro, que si el vestido es blanco, crema, rojo o si lleva una capa como Caperucita. No encontrarán nada más más allá del análisis de su vestuario, un pasatiempo con el que tapar la gran pregunta: ¿qué hacen en Suecia, aparte de encontrarse con sus homólogos escandinavos? ¿Cómo tiene que afectar esta excursión a la vida de los españolitos? ¿Ustedes lo saben? Nosotros no.
Ahora bien, la Casa Real española tiene un don. Es capaz de encontrar problemas y motivos para la crítica incluso en los detalles más intranscendentes, como lo que lleva o no lleva encima la consorte. Por muchas adulaciones y alabanzas que esté recibiendo por los modelitos que exhibe en Estocolmo, no se ha podido zafar de una polémica por lucir la piel de un animal muerto. Sí, de acuerdo, es sintética y todo lo que quieran, pero el gesto es el que es. Es feo. Y fuera de lugar.
Una situación que ha molestado incluso a la cronista real más importante del Estado, que además ha sido una de las grandes defensoras de Letizia: Pilar Eyre. La barcelonesa tiene un carácter afable, afectuoso, elegante; cualidades humanas que se añaden a su olfato, fuentes de enorme garantía y capacidad de análisis formidable. Ahora bien, hay líneas rojas que nadie, absolutamente nadie, puede traspasar. Al ver la estola de Carolina Herrera con la que se ha presentado en el palacio real sueco, una bien peluda, ha pensado igual que la mayoría: que el pelaje era auténtico. No era así, pero tampoco tiene defensa posible por las reminiscencias que provocan estas piezas. Como todo el mundo sabe, el maltrato animal es un pecado venial para la escritora. Ha estallado con un tuit que tiempo después ha borrado, pero sin dejar de subrayar que este tipo de exhibición no le hace nada de gracia.
El texto de Eyre colocaba a Letizia al mismo nivel que su némesis: Juan Carlos I, el suegro al que no puede ni ver. Redundaba de una de las muchas aficiones lamentables del emérito: cazar animales y exhibirlos como trofeos. Desde el oso ruso Mitrofan, al que emborracharon para poder matarlo a gusto, al abrigo de leopardo que le regalaron en Kazajistán, las monterías por España o aquello que supuso el inicio de su fin: la matanza de un elefante en Botsuana en compañía de la amante Corinna, fracturándose la cadera y poniendo al descubierto la vida disoluta del que se suponía como el rey más honrado de la historia, y tal.
Menos pieles animales y un poco más de tacto, por favor.