En el fastuoso mundo de los flashes y las portadas, donde las emociones parecen filtrarse a través de declaraciones estudiadas y sonrisas congeladas, Isabel Preysler guardaba un secreto que helaba la sangre. Mientras disfrutaba de cenas exclusivas, posaba en alfombras rojas y ofrecía entrevistas cuidadosamente medidas, la reina del papel couché sabía, desde hacía cinco años, que Mario Vargas Llosa estaba condenado por una enfermedad incurable.
Fuentes cercanas a la familia han confirmado que Preysler fue informada del diagnóstico en el mismo verano de 2020, cuando el mundo se confinaba por el COVID-19 y la muerte dejaba de ser una idea lejana para convertirse en presencia cotidiana. En ese contexto, Vargas Llosa recibió una noticia devastadora: su cuerpo estaba librando una batalla que jamás ganaría. Sin embargo, el escritor, fiel a su estilo reservado y elegante, decidió seguir viviendo como si nada hubiera cambiado, aferrado a la pluma como a un salvavidas invisible.
Cinco años de decadencia ocultos tras la gloria mediática
La revelación es aún más impactante cuando se considera que durante ese lustro, el autor siguió viajando, escribiendo, dando conferencias y apareciendo en eventos públicos. La enfermedad no lo doblegó en apariencia, pero sí lo acompañó en silencio, como un personaje secundario que poco a poco iba robándose el protagonismo en la última novela de su vida. La gran incógnita que ahora sacude a la opinión pública es: ¿por qué Isabel Preysler no dijo nada?
La respuesta parece esconderse en un pacto no escrito entre el escritor y la socialité: él no quería ser compadecido, y ella respetó su voluntad... aunque eso significara fingir que todo seguía igual. La madre de Tamara Falcó lo sabía todo, y no solo sabía: aceptó guardar silencio, incluso cuando la relación empezó a tambalear en 2022. Fue esa carga, afirman algunos, la que acabó por erosionar los cimientos de una relación ya desgastada.
Entre sombras y recuerdos: la lucha personal de Vargas Llosa
Mientras la sociedad admiraba su aparente vitalidad, Vargas Llosa lidiaba con una enfermedad irreversible. Aunque nunca se hizo público el diagnóstico exacto, se ha filtrado que uno de sus síntomas era la decadencia neurodegenerativa, lenta pero implacable, que primero afectó su concentración y luego su memoria. El autor de La ciudad y los perros sabía lo que venía, pero también sabía que su mayor acto de libertad sería vivir como si la muerte no existiera.
En ese periodo publicó Le dedico mi silencio, asistió a ferias literarias, fue homenajeado en su país natal y mantuvo su rutina de lectura diaria. Todo esto mientras el reloj biológico avanzaba sin tregua. Sus hijos, conscientes de la situación, cerraron filas alrededor del padre. En el silencio, en la intimidad, encontraron un espacio de reconciliación. Incluso Patricia Llosa, su exesposa y eterna musa literaria, regresó al primer plano, esta vez no como compañera sentimental, sino como testigo de su ocaso.
Vargas Llosa no murió entre aplausos ni homenajes grandilocuentes. Su adiós fue sereno, casi imperceptible, pero profundamente literario. Murió como vivió: escribiendo hasta el último aliento, guardando secretos que hoy salen a la luz con el brillo de las verdades postergadas. Isabel Preysler, la mujer que compartió con él ocho años de su vida, hoy se enfrenta a una incómoda revelación: la historia de amor que ella protagonizó tuvo un desenlace que conocía de antemano, pero decidió silenciar.