En sus últimas horas de vida, Mario Vargas Llosa no se refugió en su obra ni en sus glorias pasadas. Lo hizo en la memoria de un amor que ahora parecía lejano, casi irreal. Mientras la sombra de la muerte lo envolvía, el Nobel no pensaba en premios ni en discursos, sino en el daño irreparable que había causado a la única mujer que realmente había estado a su lado durante cinco décadas: Patricia Llosa, su esposa, su sostén, su compañera de vida.
El autor de 'La ciudad y los perros', con voz temblorosa y mirada perdida entre recuerdos, habría compartido con su hijo Álvaro una íntima confesión: Isabel Preysler fue el último gran error de su vida. Una frase tan cortante como reveladora, pronunciada no desde el despecho, sino desde el más hondo de los arrepentimientos. Aunque el romance con la socialité filipina se presentó en su momento como un renacimiento emocional para el escritor, lo cierto es que con el paso del tiempo esa relación mostró su rostro más amargo. La pareja, que acaparó titulares y portadas con su amor mediático, terminó abruptamente en 2022. La ruptura no fue solo el final de una historia sentimental, sino también el comienzo de un reconocimiento tardío: había sacrificado su familia por un espejismo de glamour.
Silencio y reflexión: la decisión de Vargas Llosa en sus últimos días
Durante sus últimos días, Vargas Llosa se refugió en Lima, la ciudad que lo vio nacer y donde también eligió morir. A su alrededor, ninguna amante, ningún lujo desmedido, ninguna alfombra roja. Solo sus hijos y Patricia, la mujer que nunca lo abandonó, incluso cuando él sí lo hizo. Este reencuentro familiar no fue simple coincidencia; fue el resultado de una intensa búsqueda de redención que resonó en su cuento Los vientos: "De Carmencita, mi mujer por muchos años, me acuerdo muy bien (...). Todas las noches, parece mentira, desde que cometí la locura de abandonarla pienso en ella y me asaltan los remordimientos. Creo que solo una cosa hice mal en la vida: abandonar a Carmencita por una mujer que no valía la pena", escribió. Así, el gran autor, ese que tantas veces escribió sobre la culpa, finalmente la vivía en carne propia.
Álvaro, su hijo y testigo privilegiado de los últimos momentos del escritor, relató que el autor peruano pidió expresamente no recibir homenajes ni discursos grandilocuentes. En lugar de eso, lo que realmente anhelaba era silencio y la compañía de sus seres queridos. Sin embargo, entre aquellos que lo rodearon en ese significativo momento, no se encontraba Isabel Preysler, así como ninguna otra figura del entorno glamuroso que había formado parte de su vida junto a la socialité.
Las cenizas de un hombre dividido: entre el amor y la culpa
El escritor dispuso que sus cenizas fueran divididas: una parte en Lima, junto a la raíz de su infancia, y otra en un lugar secreto de Europa. Una metáfora perfecta de su existencia dividida entre dos mundos: el de la gloria pública y el de la tragedia privada. Mientras el mundo intelectual llora al autor, sus allegados recuerdan al hombre que, en sus últimos días, solo buscaba reconciliarse con quienes verdaderamente lo amaban. Mario Vargas Llosa murió como vivió: entre contradicciones. Defendió la libertad hasta el último día, pero su vida personal fue una jaula de decisiones irreparables. En sus memorias, jamás abordó directamente el daño que causó a Patricia Llosa, aunque en privado admitió su culpa. Y aunque su tardío arrepentimiento no lo redimió, al menos le dio algo de paz.