El ser humano es un animal de costumbres. A todo nos habituamos, por muy dura o chocante que sea la realidad. Y la pandemia del coronavirus, que ha puesto patas arriba nuestro mundo y nuestra vida, convirtiéndola en una tragedia para miles de familias, es un doloroso exponente. Ahora que se habla de "nueva normalidad", "desescalada" y "desconfinamiento", y que tenemos prisa por recuperar el ritmo y las rutinas previas a la enfermedad, a menudo olvidamos que el peligro no ha pasado. Ni mucho menos. La Covid-19 sigue activa y mortal, por mucho que las cifras de contagios, hospitalizaciones y muertes hayan disminuido.
Vivimos una etapa en la que celebramos que, por ejemplo, Catalunya "sólo" sume los fallecidos de cien en cien. Sí, hace unas semanas el drama era mucho peor. Pero el goteo es aterrador. 100 muertos ayer, 100 hoy, 100 mañana... Contamos los muertos cpmo quien cuenta pájaros en el cielo, avellanas en un cesto o coches por la autopista. Una ligereza escalofriante, y que tendríamos que mirar desde otra óptica, siendo cuidadosos con lo que significa. Un ejercicio que ha realizado el economista Xavier Sala-i-Martin, comparándolos con uno de los momentos más trágicos de nuestra historia reciente: los atentados del 17-A en Barcelona y Cambrils: "nos hemos acostumbrado a la muerte hasta el punto que hoy estamos contentos porque en Catalunya sólo han muerto 100 personas. Perspectiva: el atentado de las Ramblas produjo dieciséis víctimas."
Una reflexión muy dura, terrible, pero urgente y necesaria. Tengamos respeto por la muerte, cuidémonos todos juntos. Desgraciadamente, el coronavirus está muy vivo. Y todos somos víctimas potenciales.