Parece que Carles Puigdemont se haya despertado de un sueño muy prolongado y que ahora se acuerde de nosotros. Sí, nosotros todavía andamos por aquí, hola, president, ya puede verlo, sí, vamos haciendo lo que podemos. Fue venturoso el Gran Carles porque encarnó la dignidad de la Generalitat rebelde, valiente, zafándose una y otra vez de Mórdor, del Sheriff de Nottingham, de la Estrella de la Muerte, de la Guardia Civil. Fue Serrallonga y también Carrasclet. Pero como la distancia es el olvido, y más aún en la Europa de las nuevas tecnologías, de los grandes inventos del profesor Puigneró de Copenhague, después de cinco años clavados desde el Primero de octubre, Carles el Grande ya no es quien había sido. Nos ha quedado un cierto Carles el Ausente, Carles el Inconstante, el Disminuido, el Distraído. El Mudo.
Ningún político en toda la historia de Catalunya ha dilapidado como él el prestigio, el respeto y, sobre todo, el tirón electoral. Nadie ha sido tan querido. Clara Ponsatí, quien no es precisamente su enemiga, ha explicado en un libro de memorias la notable habilidad psicológica que tiene Fuigdemont en fugas y abruptas desapariciones. La verdad es que el president legítimo pidió que le votáramos para poder volver, pero al final no volvió. Prefirió desnudarse de la legitimidad y aceptó que se escogiera a otro en su lugar, teniendo en cuenta que había ganado heroicamente las elecciones contra la terrible represión española. Después de un cierto tiempo, el querido president nos convocaba en Perpinyà a una concentración multitudinaria, y nos dijo que nos preparáramos porque pensaba arremangarse de verdad. Y muchos nos preparamos como pudimos y esperamos en vano. Hoy mismo me han vuelto a decir, de nuevo, que seguro, seguro, el president Puigdemont tiene previsto volver a la Catalunya española en breve. ¿Pero para hacer qué exactamente?
Porque alguna responsabilidad tiene el president rebelde en el desbarajuste de la política catalana actual. En la vergonzosa guerra civil que está destruyendo el independentismo político y que hace tan felices a los españoles y, de rebote, a las cancillerías de nuestra hipócrita Europa. Cinco años que dura ya. Porque es difícil imaginar a Albert Batet ayer, en el Parlament, pidiendo una cuestión de confianza al gobierno de Pere Aragonès sin la inspiración y el eficaz estímulo de Waterloo. Como si Junts per Catalunya, blandiendo un improbable pañuelo de virginidad gitana, acabara de descubrir que el president Aragonès y Esquerra Republicana se niegan por completo a enfrentarse con el Estado español. Que han renunciado, por siempre, a la vía unilateral para la independencia de Catalunya a cambio de la liberación de los presos. ¿Queda alguien en Catalunya que todavía no conozca este acuerdo?
¿Dónde ha estado durante todo este tiempo la lealtad a Catalunya de Carles Puigdemont? Porque de eso, precisamente, el president exiliado, se atrevió a hablar ayer en un tuit belga. ¿Fue por lealtad a Catalunya que Puigdemont se inhibió contemplando cómo el PDeCat troceaba aún más el voto independentista durante las últimas elecciones, erosionando la primacía de Junts per Catalunya respecto a Esquerra Republicana? ¿Dónde estaba el president Puigdemont cuando el independentismo perdía más de 700.000 electores, avergonzados de las mentiras de nuestros políticos? ¿Cómo ha quedado la lealtad a Catalunya de Puigdemont cuando Artur Mas, Xavier Trias y toda la vieja guardia de Convergència colonizan Junts per Catalunya y expulsan del partido a los políticos independentistas procedentes de la sociedad civil? ¿Por qué se calla Carles Puigdemont cuando Jordi Sànchez, su hombre de confianza en Barcelona, exige a Junts que sea leal con Esquerra, cuando Andreu Mas-Colell proclama que ahora es el momento de Esquerra, cuando Josep Sánchez Llibre reclama a Junts que no abandone el gobierno de Pere Aragonès? Después de cinco años de claudicación y de silencios, ahora adonde irá, Muy Honorable President Puigdemont?
La incapacidad del president Puigdemont, una auténtica personalidad histórica, un político adorado y aplaudido, único, solo es comparable a la incapacidad del president Pere Aragonès
La incapacidad del president Puigdemont, una auténtica personalidad histórica, un político adorado y aplaudido, único, solo es comparable a la incapacidad del president Pere Aragonès, también político, pero de una mediocridad y una antipatía realmente formidables. Son dos incapacidades presidenciales absolutamente divergentes, pero que se neutralizan la una a la otra de forma infinita. Aragonès tiene todos los poderes fácticos y económicos a favor, la unanimidad de los medios de comunicación, aplaudiéndole, disculpándole, está situado en una posición de centralidad política, con excelentes relaciones con el PSC, el PSOE, las Comunas y la CUP, con un partido disciplinado y ordenado por completo a sus órdenes. Con un ejército de asesores orientándolo. Y, sin embargo, no sirve para el cargo. Lleva toda la vida en el Parlament de Catalunya y en la política activa, pero no ha sido capaz de aprender nada sustancial, de suscitar entusiasmo, ni credibilidad, ni ninguna de esas complicidades de las que habla a menudo en sus discursos narcotizantes, contraproducentes y tramposos. Desnudos de vida, huérfanos de empatía humana pero también de profundidad intelectual. Oírle hablar del concepto político de Clarity de Canadá fue una experiencia inolvidable.
Pere Aragonès representa la apoteosis del infantilismo en el que ha terminado toda la política catalana. La falta absoluta de imaginación y de creatividad, la victoria de un apparachik siempre superado por los acontecimientos que no sabe prever, de un burócrata permanentemente colérico porque se estampa cada día contra la realidad más tozuda, granítica, mucho más dura que la ambición que tiene de presumir y de figurar. Y no entiende que cualquiera le eclipse, incluso Neula, convertida ya toda una personalidad de las redes sociales. Ayer el presidente Aragonés, interrogó uno por uno a los consellers de Junts, como haría el hermano director de una escuela religiosa, para advertir, para acompañar, para inspirar, para hacer reflexionar a las pobres ovejas descarriadas. Pero ¿no habíamos quedado que haríamos girar la rueda del hámster para que los votantes independentistas tuvieran la sensación de que avanzamos, que vamos a algún sitio? Más o menos les vino a decir esto. Pero muy cabreado.
Como Aragonés es un hombre bondadoso, decapitó al vicepresidente del gobierno de coalición, sí, pero a regañadientes, porque Jordi Puigneró, le obligó a tomar ese tipo de medidas. A él le supo muy mal porque tiene un corazón tierno y el junquerismo es amor. ¿De verdad no sabéis que quienes mandan, de verdad, en Junts son mis amigos y que Puigdemont ya no tiene ninguna posibilidad, que es agua pasada? Nunca se había visto a un presidente de la Generalitat tan disminuido, tan superado por unos acontecimientos tan gigantescos. Lo vivía como un ataque personal y trataba de envolverse en no sé qué historias de la crisis económica para tratar de justificarse. Para encontrar una excusa que impidiera al Parlamento que le examinara, que determinara si cumple sus compromisos de investidura. Aragonès se inventó una explicación de urgencia: ese debate solo aportaría incertidumbre. Como si haber conseguido solo 33 diputados de 135 no fuera la razón de todas las incertidumbres y de todas las interinidades, la razón suprema por la que no puede gobernar Catalunya como si fuera una reencarnación, prematura y bastante mejorable, de Jordi Pujol. Cuando se intenta repetir la historia, en opinión de un tal Karl Marx, solo nos puede salir una farsa.