Esta semana el vicepresidente de la Comisión Europea, el alemán Günter Oettinger, ha declarado públicamente refiriéndose a la crisis institucional abierta en Italia: "Espero que los mercados jueguen un papel en la campaña electoral y envíen una señal para impedir que los populistas de izquierdas y de derechas tengan responsabilidades en el Gobierno". Paralelamente, la vicepresidenta del gobierno español, Soraya Sáenz de Santamaría, ha culpado a la moción de censura presentada por el PSOE de la inestabilidad de la bolsa y la subida de la prima de riesgo y ha advertido a los hipotéticos culpables de la inestabilidad económica de lo que eso podría comportar. Sin ir más lejos, hay que recordar la fuga de empresas de Catalunya como elemento de chantaje en los momentos más duros del proceso que vivió el país a finales del año pasado.
Todas estas señales enviadas por dirigentes sólo son el síntoma de la fragilidad de la política en nuestros tiempos. Del poco respeto que tienen nuestros representantes hacia sus electores y del desprecio que nos demuestran. Directamente, nos tratan como nos consideran. Hace mucho tiempo que sabemos —y no es ningún secreto— que las grandes corporaciones, con su capitalismo de casino, tienen secuestradas muchas de las decisiones que toman nuestros gobernantes. Cuando menos, sabemos que actúan como grupo de presión hacia sus intereses. Lo reconocemos perfectamente porque todas las democracias se han tenido que doblegar a sus deseos e intentar regular, en el mejor de los casos, la tarea de los lobbies establecidos en Bruselas. Eso también pasa en Washington o en Catalunya, donde la ley de transparencia del Gobierno estableció un registro de grupos de interés, como mínimo para controlar su establecimiento.
El último tesoro que nos queda a la ciudadanía es que el día de las elecciones nuestro voto cuente igual que el de cualquier otro
Pero la cascada de declaraciones y de hechos de los que hemos sido testigos los últimos tiempos es inaceptable. Que el mundo económico influye, lo sabemos. No es noticia. Pero que los mismos representantes políticos se den por derrotados y los sitúen de actores de la democracia, es lamentable. Y la señal que envían es muy peligrosa. El último tesoro que nos queda a la ciudadanía es que el día de las elecciones nuestro voto cuente —con todos los pesares que queráis poner— igual que el de cualquier otro. Es el día en que nos convertimos en actores principales de nuestro destino. Si se envían señales que somos secundarios en esta película, todos saldremos perdiendo. Y si ponemos ante cualquier decisión política de la trascendencia de una moción de censura la estabilidad económica, a corto plazo es sencillamente enviarnos directos hacia el despotismo ilustrado. De la misma forma que fue inaceptable el chantaje ante la decisión sobre el futuro de Catalunya.
Hace falta que los ciudadanos y ciudadanas hacemos un paso adelante. Es más necesario que nunca que aquellos que desprecian nuestro voto sean precisamente derrocados por la democracia. Ninguna concesión verbal, por mucho que después se pidan disculpas, a rebajar el valor de nuestro voto para concederlo a los poderes económicos. Esta es la última frontera que nos podemos permitir. Es hora de demostrar que aquí, para bien o para mal, mandamos nosotros.