El día 1 de septiembre dejaré de fumar. Mi mente funciona así. Me pongo una fecha final y me voy preparando hasta que el desenlace está absolutamente digerido. Y aunque hay gente que lo ha hecho por hipnosis o mediante medicación prescrita, yo lo haré a pelo, porque no lo sé hacer de otro modo, y lo haré por una promesa hecha a la persona que amo.
Las nuevas leyes del tabaco quieren hacer de la vida del fumador una gincana de obstáculos, y me parece bien, mientras los jueces de la moral no entren en las casas privadas, como Montag, el censurista del conocimiento protagonista de la novela Fahrenheit 451. Montag es un "bombero" que se dedica a quemar los libros, objeto prohibido, que en la mente de los censuristas representan la utopía como veneno. La novela, escrita por Ray Bradbury en 1954, es una distopía publicada en plena época del maccarthismo, pero, por si se diera el caso, yo ya he guardado unos cuantos libros y una película: La Grande Bouffe. Hay que estar preparado para la censura y las culturas de la cancelación que vendrán.
Al frente de esta cruzada contra los fumadores se han colocado los médicos, estándares de la salud y de todo lo que nos promete una vida más o menos larga y, al final, una muerte sin dolor, que de eso va toda esta pantomima que, a veces, parece explicada por Neo, el protagonista de Matrix. Y una vez que aceptamos el proteccionismo paternalista de los médicos, me pregunto quién nos protege de algunos médicos nocivos, una minoría de pirómanos de los libros vitales que estábamos escribiendo y que, por corporativismo, hoy por mí, mañana por ti, se han salvado de la pira mientras las víctimas queman lentamente por la desaparición de sus seres amados.
Escribo este artículo escuchando música escogida al azar por YouTube y ahora suena "Good Vibrations" de The Beach Boys. Qué contradicción. Ahora que estoy escribiendo un artículo que quiere denunciar la mala praxis de unos cuantos médicos salvados por la campana del corporativismo, mis vibraciones son más bien oscuras.
El 30 de abril se cumplirán tres años de la muerte de mi hijo. Lo fulminó una bacteria hospitalaria denominada Clostridium difficile, un mal bicho que le comió las entrañas con la ferocidad de un lobo. Mi hijo habría tenido menos números de ser premiado por la muerte prematura si no se le hubiera practicado una fallida operación de reconstrucción de colon cuando tenía ocho meses. Una operación que tenía que ser sencilla, nos dijo la doctora M.C., pero —por el arte de un bisturí torpe— le cortaron el esfínter. Un error lo puede tener todo aquel que tenga una vida en sus manos, pero el silencio y las medias verdades no deberían estar en el libro deontológico de los médicos o de aquellos que nos quieren salvar del tabaquismo con el tono de los aleccionadores morales. Tras la fallida operación, estuvimos un año ingresados en el Hospital Sant Joan de Déu y, en ese tiempo, nunca apareció en boca de los médicos la palabra esfínter e incontinencia. Por cierto, mi hijo tenía dos enfermedades de las llamadas raras, pero fue la incontinencia la que le esclavizó la vida y, en el penúltimo de sus ingresos, la muerte en forma de bacteria vino cantando el verso de Blas de Otero: Escrito está. Tu nombre está ya listo, temblando en un papel. Aquel que dice Abel, Abel, Abel... o yo, tú, él...
Un error lo puede tener todo aquel que tenga una vida en sus manos, pero el silencio y las medias verdades no deberían estar en el libro deontológico de los médicos
Toda esta historia la explico en El príncipe y la muerte, y aunque hago un spoiler ya en el primer párrafo —"Marc murió"—, el libro es un canto a la vida, porque mi hijo era, básicamente, una luz brillante para todo aquel que quisiera abrir su corazón, su mente, y quisiera dejarse amar.
Pasados casi tres años, me cuesta entender cómo he podido convivir con su ausencia. Quizás por cobardía, en un intento de asumir lo impensable, y aunque hay días en los que me deslizo como un barco a la deriva, he conseguido casi extirpar el deseo de venganza hacia aquellos médicos que me cortaron la vida. Mi hijo no lo querría. Me daría la mano y me diría "papá" con la voz dulce de quienes saben templar las mentes vengativas.
Marc murió al final de la pandemia. Cuando faltaba un mes para que aparecieran las vacunas y cuando los médicos eran dioses con honores. Y fue una lástima que su funeral fuera medio enmascarado y frío por culpa de unos funcionarios miedosos. La muerte tiene el rostro del poema de Blas de Otero. Vendrán por ti, por ti, por mí, por todos.
En estos tres años, migré a una pequeña isla para escribir El príncipe y la muerte y, amainada la tormenta, volví con el libro acabado, reencontré a Meri después de muchos años de lejanía, y ahora estoy tratando de construir una familia con ella, Vita y Leo, con mi hijo Daniel, mi madre y la parentela, y la familia Falgueras-Febrer, eso sí, con Marc como primera luz del alba y última antes de la oscuridad. Los sueños son una ruleta: algunas de estas poluciones mentales tienen alma de cuento; otras, están llenas de censuristas del conocimiento. Y queman como un cigarrillo encendido.
Mi hijo habría querido que dejara de fumar para tenerme muchos años a su lado. Se fue antes que yo, rompiendo las leyes de la biología médica y sentimental y, como ya he dicho, lo dejo el 1 de septiembre por una promesa hecha a Meri. Si fuera por el paternalismo de los médicos, no dejaría de fumar. Y después de cada calada, les preguntaría, con el rostro impenetrable de Philip Marlowe: quién nos protege de los médicos nocivos y del corporativismo, del hoy por mí, mañana por ti, que no nos permitió como padres ir más allá de la impotencia.