Desde los tiempos de Sócrates, la humanidad debate sobre las consecuencias de la tecnología en el pensamiento. El filósofo advertía que la escritura erosionaría la memoria, pues al confiar en el texto, las personas dejarían de ejercitar su capacidad de recordar. Con el tiempo, se hizo evidente que la escritura no solo reemplazó la memoria, sino que permitió almacenar y organizar el conocimiento de formas impensadas. Hoy, enfrentamos un dilema similar con la inteligencia artificial (IA): ¿perdemos habilidades cognitivas al delegar en la IA tareas que antes requerían esfuerzo mental?

El uso intensivo de herramientas de IA generativa transformó la manera en que procesamos la información. Investigaciones recientes muestran que, cuando las personas confían en la IA, aplican menos pensamiento crítico. En el ámbito laboral, por ejemplo, la IA asiste en la organización de ideas, la redacción de informes y la resolución de problemas, disminuyendo la necesidad de análisis profundo. A medida que estas herramientas se vuelven más precisas, se reduce la intervención humana en la toma de decisiones, lo que plantea preocupaciones sobre una posible “automatización del pensamiento”. Sin embargo, este fenómeno no es nuevo. La calculadora liberó a los estudiantes del esfuerzo de hacer cálculos mentales, permitiéndoles enfocarse en conceptos matemáticos más avanzados. De manera similar, la IA traslada nuestro esfuerzo cognitivo desde la memorización y el análisis hacia la validación y la supervisión.

¿Quién cuestiona a la IA?

El problema surge cuando la confianza en la IA supera la capacidad de cuestionarla. Estudios demostraron que, en tareas rutinarias, muchas personas aceptan sin dudar las respuestas generadas por algoritmos, reduciendo su participación en el proceso cognitivo. Esta dependencia genera una pérdida gradual de habilidades críticas, al igual que la escritura redujo la necesidad de memorizar discursos completos. Sin embargo, lejos de ser una amenaza, esto representa una evolución natural del pensamiento humano. No necesitamos recordar listas de datos cuando tenemos acceso inmediato a bases de información. Tampoco necesitamos conocer cada paso de un proceso si podemos supervisar su ejecución y verificar los resultados.

La historia muestra que cada avance tecnológico generó escepticismo por su impacto en las capacidades humanas. El ferrocarril recibió críticas porque haría que las personas viajaran demasiado rápido, la imprenta porque facilitaría la difusión de textos sin control, y la radio porque evitaría que la gente leyera. En cada caso, la humanidad aprovechó el avance para expandir sus habilidades en otras direcciones. Con la IA, ocurre lo mismo. Puede que nuestra memoria ya no retenga grandes cantidades de información, pero no es necesario que lo haga. Así como nadie necesita saber cómo ensillar un caballo en la era del automóvil, tampoco es imprescindible que nuestra mente funcione como un archivo de datos cuando podemos acceder a información con un simple comando. La evolución cognitiva no es una pérdida, sino una redistribución del esfuerzo. En el futuro, la inteligencia humana no se medirá por la cantidad de datos retenidos, sino por la capacidad de interpretar, supervisar y dar sentido a una realidad cada vez más mediada por la tecnología. Las cosas como son.