Cuando se habla de la fabricación de chips, muchas veces se piensa en laboratorios de empresas como Intel, Nvidia o TSMC; o en fábricas donde se imprimen diminutos circuitos sobre placas de silicio. Pero esa imagen, aunque cierta, está incompleta. Lo que casi nadie cuenta es que una parte fundamental de la producción de chips sucede después de que el circuito ha sido “dibujado” sobre el silicio. Esa parte se llama la etapa final de producción, o en inglés, “backend”. Y sin esa etapa, el chip no sirve, no puede colocarse en un celular, ni en una computadora, ni en un automóvil, ni en ningún dispositivo. Es como tener el motor de un auto sin ruedas, sin volante y sin carrocería: no llegarás a ningún lado.
El proceso de los semiconductores
La fabricación de semiconductores se divide en dos grandes etapas. La primera se llama etapa inicial, o “front end”. En esta fase, se toma una oblea de silicio (una lámina circular delgada, parecida a un espejo oscuro) y se le imprimen millones de transistores, que son los interruptores microscópicos que permiten que un chip piense, almacene datos o controle procesos. Esta parte es la más conocida y la más costosa. Fabricar una planta de etapa inicial puede costar entre $10.000 y $20.000 millones de dólares, requiere condiciones extremas de limpieza, maquinaria que dispara luz ultravioleta extrema y una precisión que bordea lo imposible.
Pero cuando esa oblea con los chips impresos está lista, aún no sirve para nada práctico. Entran entonces los procesos de la etapa final. Aquí es donde cada uno de esos chips se corta, se encapsula, se conecta eléctricamente, se prueba y se prepara para ser montado en un dispositivo. Imaginemos una plancha de galletitas crudas que se corta en cuadraditos y luego se hornea, se envuelve, se etiqueta y se distribuye. En el caso de los chips, en vez de harina y azúcar hay silicio, cobre y materiales químicos, pero la lógica es parecida: de una unidad grande salen muchas pequeñas, que hay que tratar individualmente.
Una vez cortados, los chips son montados sobre un soporte, que funciona como una especie de “puente” entre el chip y la placa base de un celular o computadora. Luego, se los encapsula: se los envuelve en una capa protectora que los aísla del ambiente. Finalmente, se los prueba, para asegurarse de que funcionan correctamente. Si uno falla, se descarta. Este proceso también requiere precisión, pero no necesita las mismas condiciones ultra-limpias de la etapa inicial. Es más flexible, más industrial. Justamente por eso, históricamente, muchas empresas decidieron subcontratar esta parte, enviándola a países asiáticos con mano de obra más barata, como Filipinas, Malasia, China o Vietnam.
El cambio con la covid
Hoy, sin embargo, eso cambia. Con la pandemia, la guerra comercial entre Estados Unidos y China, y la creciente demanda de chips para todo tipo de productos (autos eléctricos, electrodomésticos, inteligencia artificial, drones, cámaras), los países quieren asegurarse de tener control sobre toda la cadena de producción. Japón es uno de ellos. Aunque durante décadas fue un actor dominante en semiconductores, perdió terreno frente a Corea del Sur, Taiwán y China. Ahora, intenta recuperar parte de esa relevancia. Para eso, más de 20 empresas japonesas dedicadas a los procesos de la etapa final formaron una alianza y cooperan para fortalecer la cadena de suministro interna.
Esa alianza representa el 80% de la industria de la etapa final en Japón. Incluye empresas como Amkor Technology Japan y Aoi Electronics, que aunque no son tan conocidas como Intel o Samsung, cumplen funciones clave. La idea es compartir datos de producción, unificar compras de materiales, hacer investigación conjunta para automatizar procesos y colaborar con universidades para desarrollar nuevas tecnologías. También capacitarán personal, ya que uno de los cuellos de botella de esta etapa es la falta de técnicos entrenados. Un operario que trabaja en pruebas de calidad necesita interpretar resultados eléctricos complejos, manejar maquinaria delicada y detectar errores sin destruir el chip.
Pensemos en un ejemplo: un auto moderno puede tener más de 1.500 chips. Muchos de ellos son simples y de bajo costo, pero si uno falla, por más pequeño que sea, puede inutilizar el sistema de frenos o el sensor de proximidad. Estos chips suelen ser de generaciones anteriores, llamados “chips heredados” o “legacy”, pero son fundamentales. El problema es que como no se fabrican en grandes volúmenes como los chips de teléfonos, no es rentable para las grandes empresas invertir en ellos. Ahí entra la industria japonesa de la etapa final: mantener vivas las líneas de producción de estos chips menos glamorosos pero esenciales. Si Japón pierde esa capacidad, una fábrica de autos entera queda paralizada por falta de un chip que cuesta 3 dólares.
Según cifras de mercado, los procesos de la etapa final representan entre el 15% y el 20% del coste total de producción de un semiconductor. Aunque no es la parte más cara, es decisiva. Un error en esta fase puede inutilizar todo el trabajo anterior. Por eso, empresas como TSMC o Samsung integran estas etapas o desarrollan alianzas con proveedores confiables. La alianza japonesa intenta ofrecer esa confiabilidad, garantizando que no habrá cuellos de botella ni dependencia de proveedores lejanos ante una crisis.
Otro punto clave es que la etapa final evoluciona. Ya no se trata solo de “empacar” chips, sino de cómo agrupar varios chips en un mismo módulo, apilarlos, conectarlos internamente de forma más eficiente. Es lo que se llama “empaquetado avanzado”. Esto es especialmente relevante para aplicaciones de inteligencia artificial, donde la velocidad de comunicación entre chips es casi tan importante como su poder de cálculo. Empresas como Apple, Nvidia o AMD ya diseñan chips que dependen de esta etapa avanzada para alcanzar el rendimiento que prometen. Y Japón no quiere quedarse atrás en esa carrera.
Volviendo a la comparación con un auto, podemos pensar que la etapa inicial hace el motor, pero la etapa final define cómo se conecta ese motor con el chasis, con la caja de cambios, con la electrónica del vehículo. Un motor poderoso que no puede transmitir su energía no sirve de nada. Lo mismo pasa con los chips: sin una etapa final eficiente, segura, automatizada y actualizada, incluso el mejor diseño de chip puede quedar atrapado en un laboratorio.
Japón, al organizar esta alianza, ofrece al mundo una red confiable y estable para procesos que, aunque invisibles para el consumidor, son esenciales para la tecnología moderna. En un mundo donde los chips ya no son solo parte de computadoras, sino también de lavarropas, relojes, cámaras, drones, semáforos, bicicletas eléctricas y marcapasos, asegurar que cada uno llegue a su destino funcionando perfectamente es un desafío gigantesco. Y la etapa final es la última barrera que debe superar cada chip antes de cumplir su misión.
Las cosas como son.