El pasado sábado se celebró en Barcelona una gran manifestación en torno a las dificultades para acceder a la vivienda, particularmente a la complicadísima situación del mercado de alquiler. No se trata de percepciones abstractas: en España un 45% de la población que vive de alquiler se encuentra en riesgo de pobreza o exclusión social, según el último informe anual del Banco de España –es, así, el país de la Unión Europea donde esta ratio es más alta.

Si bien el precio por metro cuadrado ha aumentado un 25% los últimos cinco años en toda España, esta situación es muy desigual: en ciudades como Barcelona ha aumentado un 52% en el mismo periodo, una tendencia exponencial, dado que solo el último trimestre la revisión del precio por metro cuadrado en Barcelona ha sido del 7%. En la provincia de Barcelona, el esfuerzo relativo del alquiler medio sobre el salario medio ya supone un 66%, dicho de otra manera, un individuo tipo que se quiera independizar en solitario tendría que dedicar dos tercios de sus ingresos a pagar el alquiler, el doble de lo que se aconseja para poder hablar de una estructura sana de ingresos y gastos.

El sindicato que no es realmente un sindicato encabezó la manifestación con una propuesta estrella: una huelga que no es realmente una huelga

La marcha de protesta del sábado estaba convocada por el autollamado Sindicato de Inquilinas. Con el fin de tener un debate ponderado sobre esta cuestión tan complicada, lo primero que hay que abordar es la naturaleza de los actores que participan en él. La organización mencionada no es, evidentemente, un sindicato en términos jurídicos: los sindicatos son organizaciones de defensa de los trabajadores, y los ciudadanos que viven de alquiler no definen a ningún colectivo laboral. Se trata de una organización política con sede en la calle Casp, 43 bajos, la misma dirección donde están domiciliadas asociaciones como el Observatorio DESC, la Cooperativa Etcèteres, el grupo ECOS, la Cooperativa Sostre Cívic y una retahíla de otros satélites vinculados explícitamente al partido político de los Comuns –de hecho, la propia Ada Colau estaba en nómina del Observatorio DESC y por lo tanto tenía como centro laboral Caspe, 43 bajos, antes de convertirse en alcaldesa, de tal manera que la cuestión es bastante clara. Es legítima la existencia de un movimiento político que defienda una cierta visión del mercado de la vivienda, pero sorprende que se haga mediante una marca blanca que pretende trascender la política y aglutinar individuos anónimos afectados por la situación: un primer síntoma de posverdad.

El sindicato que no es realmente un sindicato encabezó la manifestación con una propuesta estrella: una huelga que no es realmente una huelga. Se trata de ponerse de acuerdo colectivamente para impagar el alquiler en massa. Cuidado con el lenguaje: la huelga es un derecho protegido del estatuto de los trabajadores, el impago de rentas no, y puede causar problemas graves a los que entren en el juego –desde embargo de nóminas hasta extinción de contratos y expulsión de las respectivas viviendas.

Lo más surrealista de esta cuestión es que ya ha servido para instalado al imaginario colectivo la idea de que poner un piso a alquiler es un deporte de riesgo que con toda probabilidad te puede llevar a que te hagan una 'huelga de pagos'; por lo tanto, cuando se mueran los abuelos, la decisión será clara: su piso estará al cabo de 48h colgado en un portal de compraventa. Así pues, segundo síntoma de posverdad: los colectivos que dicen que luchan por resolver la situación están jugando de facto un papel clave en tensionar todavía más la oferta de vivienda de alquiler sembrando el miedo a los pequeños propietarios, provocando uno espiral de crecimiento de precios.

Los colectivos que dicen luchar para resolver la situación juegan 'de facto' un papel clave en tensionar todavía más la oferta de vivienda de alquiler

Mientras la atención mediática da vueltas en torno a sindicatos que no son sindicados, huelgas que no son huelgas, y se crea el pánico entre propietarios que no quieren saber nada de estos riesgos, olvidamos analizar los datos. El ruido atronador impide que afloren estadísticas, como que durante las décadas de los 1990, 2000 y hasta el 2010 se construían de forma estable unas 80.000 viviendas de alquiler social cada año en España, mientras que desde 2010 hasta la actualidad esta cifra se desploma hasta las actuales 8.000 viviendas anuales. O sea: estamos construyendo un 90% menos de alquiler social público de lo que construíamos décadas atrás.

Esta situación escandalosa ha llevado a España a estar en la cola de países en dimensión relativa de su parque de vivienda pública, con una cifra inferior al 2,5%, codo con codo con Colombia y el báltico (Estonia, Letonia, Lituania). Por el contrario, en los Países Bajos esta cifra es del casi 35%, en Austria es del 24%, en Dinamarca del 22%, en Reino Unido del 17% y en Francia del 15%. Solo hay una lectura posible: España ha dimitido totalmente de dedicar recursos públicos a crear vivienda a precios regulados para proteger a las familias que lo necesitan, y ha optado por trasladar la función de la protección social a los ciudadanos privados, que han huido aterrorizados del sector inmobiliario al ver cómo se les pretendía adjudicar un nivel de riesgo que excede, en mucho, el que están dispuestos a digerir.

Es urgente cortar este flujo de lo que podríamos calificar de homeopatía económica y empezar a incorporar responsabilidad colectiva

Una sociedad con bolsas importantes de ciudadanos incapaces de acceder a la vivienda es un foco de malestar y presión social peligroso. Si, encima, se aborda con posverdades, mitos y recetas que en lugar de aligerar el problema todavía lo tensionan más, el riesgo de crear un estallido social es importante. Es urgente cortar este flujo de titulares populistas y de lo que podríamos calificar de homeopatía económica y empezar a incorporar responsabilidad colectiva, sobre todo desde la política. Analizar los datos, observar la situación comparativa con respecto a los países del entorno, y –aquí viene lo más traumático– dedicarle partidas presupuestarias.