Este fin de semana hemos vivido en Barcelona una dura manifestación contra el modelo turístico de la ciudad. La protesta era relativamente heterogénea y englobaba, tanto a los vecinos que se oponen a cualquier tipo de turismo —que protagonizaron algún incidente, como unos turistas que fueron increpados mientras cogían una bebida en la terraza de un bar—, hasta los que asumen que no se puede abolir el turismo, pero sí que habría que modularlo de alguna manera. Es cierto que las olas de protesta contra el turismo no son una cuestión específica de Catalunya: tanto Baleares como Canarias y otros lugares han vivido manifestaciones similares. Aun así, el caso de Catalunya es un poco particular porque, a diferencia de las regiones mencionadas, ocurre al mismo tiempo un conjunto de oposiciones a casi cualquier forma de tejido económico.

Los que encabezaban la marcha de este fin de semana por las calles de Barcelona apuntaban a las externalidades, digamos molestias, que puede causar el turismo. Es evidente que una ciudad tan fuerte en propuesta turística como es Barcelona tiene unas particularidades en su día a día que interactúan con los ciudadanos: la movilidad se tiene que compartir entre los locales y los visitantes, como también el espacio público y el suelo, mediante la oferta hotelera o las alternativas como los hogares compartidos y las viviendas de uso turístico. Se originan fricciones inevitables: desde la persona que quiere cruzar la acera de paseo de Gràcia y choca con un gran grupo de turistas contemplando La Pedrera hasta quien lamenta que se haya abierto una tienda de souvenirs en la esquina de casa. Aun así, hay que contextualizar estas molestias en el marco de lo que representa el turismo para Barcelona: un 14% del PIB, generador de 150.000 puestos de trabajo.

La escala de grises de sensibilidades de este movimiento de protesta presenta problemas en casi todos los planteamientos: aquellos que quieren eliminar por completo el turismo tendrían que profundizar en su plan para reubicar estos 150.000 puestos de trabajo y la porción significativa del PIB, que significa en última instancia generar un bienestar equivalente a partir de otras actividades. Pero los que tan solo quieren otro modelo de turismo chocan con la realidad de que las ciudades occidentales no son una partida del Monopoly, y los hoteles, calles y plazas no se ponen y quitan como si fueran fichas. Un turista low cost puede venir atraído por un billete de avión barato y una habitación de hotel accesible, dos elementos que difícilmente desde las administraciones se pueden modular: no podemos prohibir los vuelos de Ryanair a Catalunya ni podemos impedir que un hotelero compre un inmueble mal conservado y decida ofertar las habitaciones a una tarifa atractiva sin hacer reformas. El único botón que se puede pulsar desde las instituciones seguramente es la tasa turística, pero hay que estar atentos a la alta elasticidad de este tributo —en otras palabras, la tendencia de los visitantes a pagar tasas elevadas antes que buscar un destino alternativo.

Los que quieren eliminar por completo el turismo tendrían que profundizar en su plan para reubicar 150.000 puestos de trabajo

Ahora bien, el problema se complica si tenemos en cuenta los posicionamientos sociales que vivimos en Catalunya en relación con otros sectores económicos que podrían reducir la dependencia al turismo, si se encontrara el conjunto de incentivos adecuado para empujar nuestra economía de libre mercado hacia esta dirección. El principal candidato sería la industria: una fuente de puestos de trabajo de calidad, bien retribuidos, sin temporalidad y que fomenta el intercambio de conocimiento con las instituciones de educación superior e investigación. La industria contemporánea es industria verde, y necesita energías renovables abundantes y accesibles.

En Catalunya, de nuevo, tenemos un problema con esta cuestión porque han aparecido todo tipo de movimientos sociales que no están dispuestos a aceptar las externalidades de la energía verde: en Girona, por ejemplo, hay una dependencia energética del 98% de regiones exteriores, y el conjunto de Catalunya se encuentra en una posición del ranking europeo realmente nefasta. Con tan solo un 14% de electricidad renovable, en Europa casi todas las regiones ya han cruzado la frontera del 30%, y España, incluyendo el desastre de Catalunya, se sitúa por encima del 50%. La disponibilidad de energía verde no es opcional para el desarrollo de nueva industria europea, una situación especialmente sensible si tenemos en cuenta que la ventana de oportunidad para aprovechar este viento de cola da señales de estar cerrándose.

Tanto la industria como los servicios no turísticos, como el comercio o incluso la logística, también viven una problemática transversal: la lentitud burocrática. Si lo que se quiere es intentar pivotar la composición sectorial de Barcelona para atraer otras actividades económicas de mayor valor añadido, no es de recibo que la construcción de un supermercado, un centro de investigación, de una oficina, o la obtención de una licencia para llevar a cabo una actividad regulada tarde años. Incluso el sector primario, que es la última alternativa sectorial que se podría plantear reforzar con el fin de reducir la preponderancia del turismo sobre la composición económica de Catalunya, dice estar ahogado por las exigencias administrativas. Aparte de eso, los valores de contaminación acuífera por purines y gases emitidos a la atmósfera que actualmente se registran en Catalunya, así como el consumo de agua de estas actividades son datos poco positivos que, en todo caso, posiblemente tengan que llevar a un retroceso del sector primario por imperativo ambiental, y no a su aumento.

Nuestro tejido social ha desarrollado un cierto infantilismo que ha llevado a encontrar un conflicto para cada actividad que se quiera hacer

En definitiva, nuestro tejido social ha desarrollado un cierto infantilismo a lo largo de los años que ha llevado a encontrar un conflicto para cada actividad que se quiera hacer: carreteras y aeropuertos, hoteles y servicios turísticos, pero también molinos eólicos, parques fotovoltaicos, fábricas (la inversión multimillonaria de Lotte en Mont-Roig del Camp provocó un corte en la autopista A-2 con una parrillada de protesta), granjas y cultivos intensivos. El contexto no ha sido siempre así: durante los años ochenta y noventa, en Catalunya se pudieron hacer autopistas, autovías, prisiones… elementos que es difícil pensar que se podrían haber impulsado hoy en día, si consideramos la fuerte oposición social hacia proyectos mucho más pequeños y cuidadosos con su entorno. ¿Cómo lo haremos para acompañar a los ciudadanos a aceptar la menor de las externalidades negativas posibles, en lugar de promover el "no a todo"? ¿Se puede hacer algo para construir una cierta madurez colectiva que acepte algunas incomodidades a cambio de nuestro estado del bienestar?