La argentinización de España
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- Pau Vila
- Barcelona. Miércoles, 19 de febrero de 2025. 05:30
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Las últimas semanas se está produciendo una guerra televisada entre el Ministerio de Trabajo, encabezado por Yolanda Díaz, y el Ministerio de Hacienda, con María Jesús Montero al frente. El motivo es la obligatoriedad de tributar por IRPF –es decir, de presentar la declaración de la renta– a los perceptores del Salario Mínimo Interprofesional; una cuestión automática si no se ajusta el umbral de exención tributaria, dado que el aumento del SMI lo deja por encima del actual límite.
Más allá de la discusión técnica, esta disputa ha abierto en canal al Gobierno y ha permitido ver cuál es la visión de sus miembros sobre nuestra sociedad actual. La vicepresidenta Montero declaraba que “el SMI, después de los últimos aumentos, ya no es un salario de subsistencia” y que por ello debería tratarse como el resto de salarios y hacer la correspondiente declaración de la renta. Lo cierto es que, según los últimos datos, la renta media disponible per cápita en España es de 14.807 euros anuales, es decir, unos 1.200 euros al mes en doce pagas. Si se excluyen los funcionarios y las pensiones de jubilación de este cálculo, la cifra es aún más baja. Por lo tanto, objetivamente, no es ninguna mentira que el SMI no corresponda a una cifra de primer escalón de renta en nuestro país.
Este es el contexto en el que se produce un terremoto político ante el riesgo de que decaiga la gratuidad del transporte público, una situación que vivimos el pasado enero, cuando decayó la ley Ómnibus que pretendía aprobar el gobierno liderado por Pedro Sánchez –una cuestión que finalmente se salvó ante la evidencia de todo el arco parlamentario de que esta medida debía generar consenso. Aquí se vivió una primera red flag: ¿de verdad hay un estrato importante de ciudadanos que dependen de la gratuidad del transporte público para sus desplazamientos? Mientras esto se discutía en tertulias y redes sociales, aparece una segunda red flag: un tuit del gobierno central destacando que ya hay más de dos millones de personas inscritas en la percepción del ingreso mínimo vital.
Hay signos de un evidente crecimiento de los ciudadanos que no llegan a fin de mes, a pesar de recortar gastos superfluos
Esta intensa apuesta por las políticas sociales ha venido, evidentemente, acompañada de un aumento sin precedentes de la dimensión del Estado. En 2024, los ingresos tributarios fueron de 273.000 millones de euros, un aumento de casi el 10% respecto al año anterior. De hecho, desde que Pedro Sánchez es presidente del Gobierno (en 2018), la recaudación pública ha crecido en un tercio; dicho de otra manera, el Estado es un 31% más grande ahora que en 2018. A pesar de ello, España sigue acumulando déficit público año tras año, en torno al 3% del PIB en 2024. Es decir, los ingresos públicos deberían haber sido superiores a los 300.000 millones de euros para cuadrar el presupuesto con los gastos reales.
Este enorme crecimiento de la recaudación no habría sido posible ni tendría otra solución, si no fuera por la introducción de nuevos impuestos y la ampliación de impuestos existentes. En este ámbito, cabe destacar la no deflactación del IRPF como un impuesto encubierto: este concepto económico se refiere al hecho de que no se han actualizado los umbrales salariales sobre los cuales se aplica un porcentaje de impuesto, de tal manera que si aumentan los salarios para compensar la inflación, los trabajadores terminan teniendo el mismo poder adquisitivo bruto, pero menos poder adquisitivo neto porque ahora el IRPF es un mayor porcentaje sobre su sueldo. Esto ha permitido que la recaudación por concepto de IRPF sea actualmente superior a los 120.000 millones de euros, mientras que estaba en torno a los 80.000 al inicio del gobierno socialista; o lo que es lo mismo, un aumento del 50% en siete años. A estos ingresos se suman los juegos de manos que, bajo los nombres de Mecanismo de Equidad Intergeneracional e Impuesto de Solidaridad, son aumentos encubiertos del IRPF que no computan como tal.
También ha habido otras iniciativas, como el nuevo impuesto a la banca (que ha repercutido en los ciudadanos y empresas en forma de aumento de intereses, dado que, evidentemente, la banca no disminuirá sus márgenes en función de las ocurrencias que tenga el gobierno central), la reversión de deducciones de IVA en productos básicos o el impuesto a las energéticas. Esta presión fiscal es perceptible para cualquiera que tenga trabajadores a su cargo o que esté relacionado con departamentos de recursos humanos. Hay un cierto runrún sobre el creciente número de peticiones de aumento salarial, de anticipos de nómina y de prorrateo de pagas extras dentro de las doce pagas. Hay signos de un evidente crecimiento de los ciudadanos que no llegan a fin de mes, a pesar de recortar gastos superfluos. Esta sensación es consistente con la discusión sobre el transporte público gratuito mencionada anteriormente.
La espiral tóxica que vive España tiene precedentes, y uno muy concreto: la Argentina peronista
Estamos ante una espiral tóxica. Una creciente bolsa de pobreza, incluso entre asalariados, requiere incrementar la dotación de políticas sociales. Si no se buscan, en paralelo, maneras de racionalizar la dimensión del Estado, esto requerirá más impuestos. Y esta presión fiscal afectará a los ciudadanos y empresas, particularmente al eslabón más débil, que puede entrar dentro del umbral de la pobreza y pasar a requerir las atenciones del Estado. Esta espiral tóxica tiene precedentes, y uno muy concreto: la Argentina peronista.
No es la única similitud reciente: también la concepción del Estado sobre las empresas y su independencia resulta curiosa, con situaciones como la expulsión del director general de Telefónica a las nueve de la noche de un sábado para poner a un perfil afín al partido de gobierno y la compra de acciones de esta misma empresa en un determinado momento de mercado, una situación que recuerda a la de YPF en Argentina. La última semana hemos vivido otro ejemplo con la intromisión del Estado en la venta de Talgo, vetándola a una empresa húngara que había hecho una oferta y posteriormente empujando a Sidenor a hacerse cargo de ella.
Todos sabemos cómo terminó el peronismo. Convendría que el Gobierno tomara nota.