El año pasado, municipales y autonómicas en buena parte de España y elecciones generales, en 2024 votamos en el Parlamento Europeo, en el País Vasco y en Catalunya. Un bienio en el que completamos un ciclo electoral. La turbulencia política pone el debate constantemente en temas de gran titular, y menos en aquellos que impactan más en nuestro día a día. Hacia la segunda parte del ciclo, es probable que la relación entre centro y periferia y, por desgracia, los tambores de guerra en el mundo, monopolicen el debate político. Sin caer en tópicos, los titulares del ruido restan tiempo de debate a cuestiones que nos afectan más directamente y que —paradójicamente, ya que se utilizan poco para ganar elecciones— tienen solución más "fácil".

He defendido desde hace años la necesidad de una reforma de la administración pública, desde la convicción sobre su rol y su necesidad, para frenar su deterioro y ponerla en valor. En este ciclo electoral, algunos partidos y los medios han empezado a poner el tema en el debate en posiciones centrales. Confiamos en que adquiera el protagonismo que merece.

La administración pública compagina espacios en los que tiene sobredimensión con espacios con infradotación de recursos, si no permanente, sí estructural, normalmente los que prestan servicios más esenciales y directos, y donde los estándares de calidad son muy altos. El tamaño de las administraciones y sus empleados crece, en algunos sitios de forma ineficiente, pero más del 80% son personas que prestan servicios directos y tienen necesidades mal cubiertas y dotaciones insuficientes, no tenemos un sector público especialmente grande en relación con otros países similares al nuestro en prestaciones, pero sí tenemos muchas ineficiencias en la asignación de recursos, los procesos de resolución y la ejecución.

En muchos espacios del sector público, la sobrerregulación y el exceso de garantismo, la inflexibilidad o pesadez de circuitos, normas y procesos, generan ineficiencias e ineficacias inaceptables para el ciudadano

En muchos espacios del sector público, la sobrerregulación y el exceso de garantismo, la inflexibilidad o pesadez de circuitos, normas y procesos —en resumen, lo que todo el mundo entiende por burocracia—, generan ineficiencias e ineficacias inaceptables para el ciudadano. En un entorno donde, por término medio, desgraciadamente, no acabamos de ganar en productividad y perdemos poder adquisitivo, una buena manera de paliar otros problemas de eficacia de nuestra economía podría ser un sector público que prestara a todos niveles un buen servicio: de calidad, sin colapsos, ágil y con niveles de ejecución presupuestaria altos. No es el caso en muchos servicios. Hay muchas excepciones, entornos públicos que se convierten en auténticos héroes por el esfuerzo y la calidad que saben mantener. Razón de más. No hacen falta héroes, sino personas cualificadas felices de hacer el trabajo que hacen y que no tengan que aguantar —para mantener el nivel— presiones insoportables. Tanto en los espacios que no funcionan bien, como en los que sí, a costa de esfuerzos agotadores, el sector público requiere una reforma que lo haga funcionar mejor, para los ciudadanos y para los que trabajan en él y lo dignifican.

La relevancia de un buen funcionamiento de los servicios públicos y de todas las administraciones tiene muchos ángulos de aproximación. Lo básico, esencial y primero es el que deriva de la condición de ciudadanos con derechos y deberes en una democracia parlamentaria de raíz liberal heredera de la historia de Occidente. Podríamos llenar páginas con los orígenes de nuestro constructum colectivo, se quiera más potente o más magro. La dignidad exigible de los servicios públicos la podemos empezar a buscar en la Revolución Francesa y en la Constitución americana. Pero, sin pretender menospreciar la perspectiva más elevada, de vez en cuando pienso en una aproximación más pragmática para defender que es cosa de todos luchar por unos buenos servicios públicos.

Se nos deteriora el patrimonio y no hacemos nada por evitarlo. Una de nuestras mayores riquezas, si no la que más, es nuestra participación en el sector público, del que somos accionistas y clientes

El deterioro de las administraciones públicas y su eficacia genera desafecciones, desconexiones, reales, directas y políticas, dejamos de participar, de luchar... De fondo, mientras tanto, se nos deteriora el patrimonio y no hacemos nada por evitarlo. La cosa pública, la gestión de todo lo que es colectivo, desde el espacio público hasta las normas que nos regulan, pasando por los grandes hospitales y la plaza de delante de nuestra casa, es el mayor activo —en términos económicos— de la mayor parte de los ciudadanos. La participación de todos en España S.A, Catalunya S.L. y Mi Ciudad Sociedad Cooperativa es más relevante que cualquier paquete de ahorro financiero que una persona media pueda tener y, además, genera rendimientos a diario. Las acciones de todos en la Vall d'Hebron, en los túneles y carreteras y en la Universidad Complutense son más importantes que cualquier ahorro que tengamos. Y todo trabajador y autónomo seguro que tiene más plantilla a su cargo como copropietario de la función pública —desde el general de cuatro estrellas hasta el que barre la calle mientras vamos a trabajar, pasando por médicos, maestros y policías— que en el mejor de sus sueños emprendedores... No vivimos pensando en estos términos, pero es así. Una de nuestras mayores riquezas, si no la que más, es nuestra participación en el sector público. Del que somos accionistas y clientes. Patrimonio que hemos heredado, porque ya nuestros abuelos invirtieron en él, y en el que seguimos invirtiendo cada día. Algunos casi el 50% de lo que ganan... Sí, me lo quiero mirar así un rato, de forma muy prosaica, sin ofender las luchas de la historia. Los impuestos pagados durante generaciones no son una lucha épica, pero tienen el valor más importante, el de la historia hecha por todos.

Quiero, por un momento, no pensar solo en términos de ciudadano, de derechos y de democracia. No para mercantilizar ni menospreciar. Al contrario, la categoría de ciudadano, la perspectiva de una sociedad democrática, me parecen una categoría superior, a todos los niveles, a la de partícipe de un conjunto de activos. Si observo la degradación del servicio público desde la perspectiva elevada, la indignación me subleva. Pero por un momento también quiero constatar que, estrictamente desde una perspectiva económica, nos comportamos irracionalmente, permitiendo que se estropee el mayor activo de la mayoría. La sociedad española todavía es un colectivo poco sofisticado en su actuación inversora, muy conservador, de educación financiera baja y mucha concentración en inmobiliario. Nos pasa lo mismo con la gestión del patrimonio colectivo. Invertimos para obtener unos rendimientos que nos permitan vivir mejor. Pues, pensemos en nuestra inversión, la participación que dejamos a nuestros hijos, en acciones de la SEPI, en infraestructuras, en ayuntamientos y conselleries, que son las oficinas de nuestro negocio. Si todo esto fuera nuestro mayor activo financiero —que lo es— pensemos si prestamos a su gestión, mantenimiento y revalorización el tiempo que le prestaríamos si lo tuviéramos en un extracto bancario.

¿Cómo permitimos que nuestro principal activo financiero, nuestra principal fuente de riqueza, servicios y bienestar, esté mal gestionado? ¿Por qué somos tanto poco exigentes? ¿Le discutimos al chico de la oficina bancaria la más mínima comisión, y permitimos grados de ejecución presupuestaria insultantes, niveles de mantenimiento de las infraestructuras decepcionantes, colapsos a los servicios públicos, esperas infinitas y burocracias impertinentes? No es muy racional.

Trabajando en las administraciones hay, en abrumadora mayoría, personas normales que intentan hacer bien su trabajo. Un número elevado son prácticamente héroes de nuestra sociedad, pero sufren

Todo el servicio público, todas las administraciones, están en un momento de inflexión, en una encrucijada. Por disrupción tecnológica, por cambios acelerados en los modelos económicos y sociales, porque nuestro mundo en muchas cosas afronta encrucijadas trascendentales. En los próximos años, o transformamos el funcionamiento de las administraciones públicas o el deterioro nos perjudicará de manera significativa. Trabajando en las administraciones hay, en abrumadora mayoría, personas normales que intentan hacer bien su trabajo. Un número elevado son prácticamente héroes de nuestra sociedad por la capacidad de servicio y el esfuerzo que deben hacer y la excelencia que alcanzan: médicos y enfermeros, maestros, policías, bomberos, soldados, asistentes sociales, inspectores, investigadores, jueces... Los cuerpos públicos tienen a personas maravillosas haciendo trabajos de gran mérito y valor. Pero sufren. No son las personas el problema, sino el funcionamiento del sistema. El proceso administrativo, el sistema de incentivos, la orientación de las normas, los circuitos... Las administraciones se vuelven cada vez más inoperantes, ineficaces, el procedimiento administrativo y la burocracia se vuelven demasiado lentos, se ejecuta menos de lo previsto sistemáticamente, muchas políticas nacen caducadas, la distancia con la realidad se amplía. Muchas plazas públicas no generan incentivo a desarrollar una carrera, sino a apoltronarse, a gestionar el incentivo personal oportunista... No son las personas, es el sistema que lo permite. Toca cambiar radicalmente normas, procedimientos, incentivos.

Debemos tener procesos más ágiles; formación permanente; carreras profesionales con incentivos a largo plazo; normas no defensivas ni tan garantistas que acaban resultando bloqueantes; debemos poder penalizar la inoperancia, la excesiva lentitud, la discrecionalidad, no podemos quedar impotentes ante el coste administrativo, no puede haber impunidad del gestor público... Es nuestra empresa, son nuestros trabajadores. El hecho de que sea de todos, también de ellos, quizás lo complica, pero tampoco cuesta tanto de entender y, sobre todo, insisto, desde una perspectiva institucionalista, progresista, no son las personas el problema, es el sistema, y se puede cambiar.

Para tener buenos gobiernos nos hacen falta personas formadas y preparadas, con conocimiento del sector público y empoderadas

¿Quién cambia un sistema basado en miles de reglamentos y normas —demasiados— y de derechos acumulados? Los legisladores y los gobernantes, los directivos de la cosa esta que es de todos. Por lo tanto, el inicio del cambio debe venir de un buen gobierno. Nuestro sistema, este perverso que sugiero cambiar, ha ido degradándose de modo que cada vez cuesta más poder contar con gobernantes que cumplan todos los requisitos. La exposición, las incompatibilidades, la indefensión, la poca capacidad de maniobra —fruto de una organización que tiende a perpetuar la burocracia y el reino de la cautela paralizante— acaban expulsando por agotamiento, por rendición, a los buenos gobernantes, o acaban convirtiendo a buenos gobernantes en gobernantes conformistas, posibilistas, supervivientes. Existen miles de casos —la mayoría— de cargos electos que tienen un inmenso mérito por seguir luchando a pesar de las dificultades, el descrédito social y el poco reconocimiento económico; otra pequeña heroicidad. Pero no queremos héroes, no queremos sacrificios vitales, que por definición cada vez tendremos menos. Queremos hordas de vocaciones de servicio público y buenos gestores, de dirigentes reconocidos y empoderados, y una masa de servidores públicos alineados y comprometidos, muy bien premiados y tratados, bien cuidados, sintiéndose protegidos por la institución —que no blindados, que es distinto—.

El buen gobierno no pasa por despotricar de los políticos como si no fueran iguales que el resto, o a los dirigentes de nuestro patrimonio. El buen gobierno empieza tomando conciencia de que la salvaguardia de lo que más valor tiene —recuperar los niveles de ejecución que necesitamos— pasa por que la gente que ahí trabaja, los de arriba y el resto, puedan hacerlo en buenas condiciones, rindiendo más cuentas que nunca, pero a la vez obteniendo reconocimiento a todos los niveles por el buen trabajo, y sanción por la negligencia y la displicencia. Si no son las personas las culpables, que lo es la institución, el primer paso implica cambiar la lógica de funcionamiento. Buena parte del cuerpo normativo, de los sistemas de recursos humanos, del procedimiento administrativo, debe reformarse por completo. Debemos primar la respuesta y la ejecución; debemos incentivar a los que trabajan, formarlos, darles apoyo y reconocimiento, carreras plenas, de largo recorrido —si a los pocos años de lograr una plaza ya alcanzas el máximo estatus, al cabo de diez años has caído en todos los vicios acomodaticios, no por ser mala persona, si no por lógica básica del incentivo—.

Para gobernar y legislar bien, hay que tener al frente personas formadas y preparadas, y con conocimiento del sector público. Que entiendan el mundo privado y el público, a la vez. Es tan malo un servidor público que no entiende cómo funciona el resto del mundo, como un marciano del privado aterrizando en una administración o gobierno pensando que lo arregla todo en quince días, sin entender la lógica con la que se ha construido la ineficacia que denunciamos. Detrás de cada paso, proceso, circuito, en algún momento, ha habido una buena intención, un objetivo de igualdad o ecuanimidad. El sector público no puede actuar con discrecionalidad, y este principio nos ha llevado a la parálisis, al mismo tiempo no puede matar la iniciativa, el equilibrio entre ambas consideraciones, es difícil, y es tan perverso cuando la discrecionalidad domina el ámbito público —formas diversas de corrupción—, como cuando la parálisis convierte el acto público en destructivo, inoperante o inexistente —inmoral y antieconómico—. Se puede encontrar el equilibrio, por supuesto, ha ocurrido en el pasado y sucede en muchos sitios. Hacen falta personas que entiendan ambos mundos y que conozcan las materias que trabajan. Hacen falta políticos profesionales, imprescindible; la política en manos de amateurs, como los aviones, es un ejercicio de riesgo. Pero ser un profesional de la política no es incompatible con otros conocimientos y experiencias. Hace falta también que los gobernantes estén empoderados. Deben poder dirigir, cambiar, reestructurar. La casta famosa no son los políticos que votamos cada cuatro años, sino los que, apoltronados y sobreprotegidos, se han hecho suyo el sector público y viven bien en su inoperancia, los que frenan la capacidad de los que están frente al ciudadano de hacer bien y cómodamente su trabajo; los que dejan presupuestos sin ejecutar sin perder el sueño; los que abusan de las posiciones y los derechos con ausencias y bajas inaceptables, pero a la vez inatacables; los que permiten que los dosieres, los expedientes, los proyectos y las personas, ilusiones, riqueza y puestos de trabajo detrás de los proyectos, se pudran y estropeen... Pero no son las personas, es el sistema y los incentivos que lo permiten. Es la institución que está deteriorada.

El buen gobierno pasa por transformar radicalmente la estructuración de nuestras administraciones, manteniendo lo que funciona, los grandes cuerpos de profesionales, los servicios punteros

El buen gobierno pasa por transformar radicalmente la estructuración de nuestras administraciones, manteniendo lo que funciona, los grandes cuerpos de profesionales, los servicios punteros, y ayudándolos a ser reconocidos, a obtener premios materiales y cualitativos por su trabajo y a hacerla en un entorno cada vez más seguro, con una maquinaria detrás que piensa que están gestionando el activo más importante de todos. Hace falta una administración bien adaptada a los retos de la digitalización —que no significa aumentar los días que se trabaja desde casa, ni perder nivel de respuesta—, que forme a directivos y construya planes de carrera en los que se progrese por méritos y cumplimiento de objetivos.

La política de recursos humanos (RRHH) en el sector público está desequilibrada, en algunos entornos falta gente, en otros hay gente aprovechándose del sistema —y perjudicando claramente a los compañeros que tienen necesidades no satisfechas y cubren las ineficiencias—. Las carreras profesionales no están lo suficientemente bien incentivadas y conviven los máximos privilegios con la precariedad y los sueldos escasos. También en el entorno laboral la burocracia mata el incentivo, expedientar a alguien no sale a cuenta, más vale dejarlo en un rincón y cubrir su distorsión con el resto. El mensaje es demoledor. Hay pocos altos directivos de carrera, falta evaluación sobre políticas y equipos y su eficacia. Y la velocidad a la que la disrupción tecnológica —por ejemplo, la IA— redefinirá funcionalidades y puestos de trabajo necesarios, generará un reto adicional a una estructura bastante incapaz de adaptarse.

No es cierto que el incentivo económico no pueda funcionar en un entorno público, y que un entorno público no pueda ser igual o más competitivo o eficaz que uno privado, pero debe existir un circuito de incentivos que premie la competencia y castigue la negligencia. El rendimiento del capital es una fórmula muy eficaz de incentivo económico, la provisión privada de recursos y servicios también, pero no es la única posible y, además, le hemos puesto límites —las regulaciones—, lo hemos completado —los objetivos de impacto o la responsabilidad social—, y también genera efectos perversos —desde las empresas que contaminan hasta las que despiden masivamente para aumentar el valor de las acciones—, por lo tanto, un entorno público igualmente puede construir un sistema de incentivos eficaz que juegue con el marco de relación público, el interés general y el desarrollo personal de quien en él trabaja.