Según PIB, es decir, dimensión, poder militar y capacidad tecnológica, Estados Unidos todavía lidera el mundo. Pero según crecimiento, deuda y balanza comercial, no es así.

Lo diré sin ambages: Estados Unidos ya no lidera el mundo: lo resiste. Tuve como profesor al entrañable Luis de Sebastián, catedrático de economía internacional en ESADE, que nos dejó en el año 2009. En el 2004, con una visión anticipada a su tiempo, publicó un libro titulado Pies de barro: la decadencia de los Estados Unidos de América. En aquellas páginas visionarias describe el proceso de deterioro social y económico del país americano desde el final de la Guerra Fría. Paradójicamente, la quiebra y desaparición de la Unión Soviética alejó a los Estados Unidos de su proyecto original. Y así ha sido.

Soy un aficionado a la Historia de Roma. Y la Caída del Imperio Romano me parece algo fascinante. Un sistema esplendoroso, sostenido durante siete siglos, que se desmorona no por una disrupción tecnológica o una guerra, sino por su propia ineficiencia, corrupción y mala gestión. A partir de cierta dimensión, todas las grandes naciones caen. No es fácil sostener grandes estructuras.

Estados Unidos ya no lidera el mundo: lo resiste. Está traicionando a sus socios y aliados tradicionales porque considera que amenazan su poder

Estados Unidos está literalmente traicionando a sus socios y aliados tradicionales porque considera que amenazan su poder. Culpa a los países que permitieron su auge. Pero eso es porque la balanza comercial, el déficit, y la deuda exterior son ya inasumibles. Pero no es nuestra culpa.

En el siglo III d.C., el Imperio Romano vivió una crisis sistémica. Las fronteras eran cada vez más difíciles de defender, las levas militares costaban más de lo que rendían, y el imperio recurría al soborno o a los mercenarios para contener amenazas. Hoy, Estados Unidos mantiene centenares de bases militares en el mundo, en un intento cada vez más caro y menos eficaz de sostener su influencia global. Las guerras ya no las gana: las prolonga y luego las abandona. Como esto no se sostiene, Trump intenta transformar el final de cada contienda en un negocio: Ucrania en un negocio energético y Gaza en un negocio inmobiliario.

No saldrá bien ni una cosa ni la otra. Esto no es el Monopoly. No se trata de poner casinos como quien ponía casitas en el tablero del susodicho juego. No se puede querer ocupar y dominar militarmente al mundo y, al mismo tiempo, poner aranceles en los mismos lugares.

Trump intenta transformar el final de cada contienda en un negocio: Ucrania en un negocio energético y Gaza en un negocio inmobiliario

En la Roma tardía, el poder se concentraba en el emperador, pero los emperadores eran cada vez más efímeros y desesperados. Las decisiones eran reactivas, más destinadas a calmar el pánico que a ofrecer una visión del mundo. A mí, particularmente, me resuena con lo que estamos viendo en Estados Unidos.

Cada movimiento, cada sanción, cada intervención militar o presión económica de las que el pistolero Trump hace gala ya no responden a una estrategia de liderazgo, sino a un intento de prolongar una hegemonía que se desmorona. Como Roma en su ocaso, Estados Unidos no está en guerra con enemigos concretos, sino con el insoportable peso de su propia historia.

Otra de las muchas causas de la decadencia romana fue la devaluación de la moneda y la inflación. Para sostener su ejército y su burocracia, Roma acuñaba moneda sin respaldo, generando inflación y pérdida de confianza. En Estados Unidos, la deuda pública supera los 30 billones de dólares, y la Reserva Federal lleva años emitiendo dinero barato para evitar el colapso del consumo. Pero el crédito infinito tiene fecha de caducidad. Los déficits estructurales no se pueden maquillar indefinidamente. De ahí la obsesión de Trump por los aranceles. Incluso hay quien ha planteado que lo que Trump pretende es una devaluación encubierta del dólar.

Como Roma en su ocaso, Estados Unidos no está en guerra con enemigos concretos, sino con el insoportable peso de su propia historia

Roma, en cierto momento de su historia, dejó de ser un proyecto común. El ciudadano romano ya no sentía que formaba parte de un imperio. En Estados Unidos, las divisiones internas —étnicas, económicas, culturales— son abismales. El patriotismo y visión del mundo de las que Luis de Sebastián ya advertía en 2004 que empezaban a desdibujarse, han llegado a su cénit. La identidad nacional americana parece resquebrajarse. Las entradas de vándalos al Capitolio en 2021 no fueron una anécdota. El respeto a las instituciones no es el que era.

Roma no cayó en un día, ni por un enemigo en concreto. Cayó porque ya no creía en sí misma. Estados Unidos no va a colapsar de la noche a la mañana, pero su liderazgo mundial ya está en retirada.

Pienso sinceramente que las decisiones desesperadas que estamos viendo —económicas, militares, tecnológicas— no son señales de fortaleza, sino de miedo. De un imperio que sabe que el fin está cerca, y que, como Roma, no puede evitarlo, solo demorarlo.

Trump está tomando decisiones del siglo XIX en el siglo XXI. Y tratando de, con lo que le queda, dimensión económica, fuerza militar y tecnología, de salvar un proyecto nacional que ha perdido su esencia y atracción.