La sorpresa de este verano en los mercados financieros, en negativo, es, justo antes de la actual caída de las bolsas, la crisis del gigante de microchips Intel. El pasado viernes cayó en solo un día casi un 30% en cotización bursátil, un derrumbe que se suma a su mal rendimiento de los últimos tres años, con dos tercios de su valor esfumados. Intel acumula una colección de problemas graves: perdió el tren de los smartphones y las tablets, y más recientemente ha renunciado a tener protagonismo en la revolución de la inteligencia artificial. Su mercado principal sigue siendo el de los ordenadores tradicionales, un segmento que tampoco puede dar por asegurado después de que Apple abandonara la firma hace un par de años, unos pasos que Microsoft sigue atentamente. Ausente de grandes porciones de mercado y con sus únicos nichos peligrando, la multinacional intenta tapar la sangría con el despido de 18.000 trabajadores, algo que puede ralentizar todavía más su capacidad de atrapar a los competidores, innovar en nuevos segmentos y consolidar los ámbitos donde todavía tiene cierto liderazgo. A todo ello se suma una grave crisis de calidad relacionada con su última generación de microchips, que parece que contienen un defecto que hace que se puedan estropear por un exceso de voltaje.

Una Intel en crisis supone un gran simbolismo para los Estados Unidos y para Occidente en general. Intel es la única firma que ha tenido la capacidad de ejercer una cierta confrontación al liderazgo del gigante taiwanés TSMC en microchips, la firma detrás de la fabricación de los procesadores de la mayoría de aparatos avanzados que tenemos en las manos. La crisis global de suministro de microchips que tuvo lugar en plena pandemia del coronavirus motivó una respuesta occidental vertebrada en dos grandes patas regulatorias: la Chips Act de los Estados Unidos y la European Chips Act, ciertamente, nombres poco inspirados, pero detrás de los cuales se esconden programas milmillonarios de apoyo público para el refuerzo de la soberanía en este ámbito que tiene incidencia sobre prácticamente todos los sectores económicos. La joya de la corona de la Chips Act de Joe Biden es Intel, y un posible colapso de este gigante será leído, evidentemente, como una derrota americana de gran alcance.

A pesar del peso específico de Intel como referente moral de la tecnología de Estados Unidos, y por el romanticismo de lo que había llegado a ser, lo más preocupante es la cadencia de situaciones relativamente parecidas. La situación actual de Intel comparte elementos con la irrelevancia de IBM, que también dejó escapar una serie de revoluciones tecnológicas hasta acabar malvendiendo el negocio de ordenadores personales a la china Lenovo. Curiosamente, también Lenovo ha acabado gestionando la propiedad intelectual de Motorola, otra emblemática marca americana que su día había sido un icono de la telefonía móvil. Con la crisis de Intel, se pone punto y final a la notable trayectoria de Estados Unidos en fabricación de electrónica de consumo, ahora toda en manos de Asia, y los gigantes tecnológicos que mantienen posiciones de liderazgo en Occidente son ahora fundamentalmente de software.

Pero la irrelevancia occidental en manufactura no está limitada a la electrónica de consumo. Tres de los cinco coches eléctricos más vendidos a España este 2024 están fabricados en China e importados en barco, mientras que el gigante del acero ArcelorMittal avisaba el pasado jueves en la presentación de resultados financieros trimestral: los beneficios se han reducido a la mitad por la insostenible deslocalización de la metalurgia en Asia debida a las graves diferencias de costes, imposibles de alcanzar en Occidente a causa de los estándares ambientales, laborales y fiscales. Desde la década de los noventa se produce un goteo de pérdida de liderazgo manufacturero de Occidente en Asia, ordenado de menor complejidad —textil, metalurgia básica...— a mayor complejidad, como ahora estamos viendo con los microchips y la electrónica de consumo. Los sectores donde Occidente conserva una porción relevante de la actividad productiva son los más avanzados: industria farmacéutica, aeroespacial, automovilística de alto valor añadido..., pero observando la tendencia descrita anteriormente, la progresiva sofisticación de las capacidades productivas de Asia permitirá también asumir estos sectores a medio plazo.

Se hace difícil que el proyecto vital de Occidente pueda consistir en idear o diseñar lo que posteriormente Asia producirá. Esta hipótesis podía tener sentido al principio de los 2000, pero actualmente tenemos bastante contexto para entender que el tejido productivo asiático se fundamenta en su propia excelencia técnica, para la cual no les hace falta copiar a Europa y Estados Unidos, ni recaer en los servicios de ingeniería de aquí. De hecho, hace unos cuantos años que la producción de patentes de China es superior que la de Estados Unidos. Entonces, si aspiramos a mantener una cierta capacidad productiva, aunque sea para diversificar cadenas de suministro y aislarnos de choques logísticos como lo que sufrimos durante la covid, sería una buena idea recordar que participamos en un mercado global, donde las hiperregulaciones locales no van acompañadas de sus normas y exigencias equivalentes a otras geografías, y, por lo tanto, resultan en pérdidas permanentes de competitividad y de liderazgo productivo. Esta doble velocidad con la cual Norteamérica, pero sobre todo Europa, ha aumentado su umbral de exigencias financieras, antimonopolio, ambientales y, en definitiva, todo el paquete de compliance, no va acompañada de los mismos estándares en la importación de bienes, y lleva inevitablemente al camino de la deslocalización. ¿Estamos a tiempo de revertirlo?