Ahora que Sánchez está metido de lleno en el asunto de los inmigrantes y la debida solidaridad y auxilio a personas que, desesperadas, acuden, sea por tierra o mar, jugándose la vida, a nuestro país, es buen momento para realizar una serie de reflexiones que, desde el punto de vista económico, considero que es importante realizar.

Pienso que el problema de la avalancha inmigratoria no se va a resolver hasta que no dividamos o segmentemos el problema en dos partes. Porque las estamos mezclando y, al mezclarlas, se hace muy difícil establecer líneas de acción, criterios y pautas políticas que puedan mantenerse en el tiempo, más allá del partido al que le toque dirigir el ejecutivo.

Como, digo, hay dos cuestiones: una, la dimensión laboral y, dos, la dimensión solidaria.

En el primer aspecto, el laboral, voy a ser muy tajante y sé que mi punto de vista es políticamente incorrecto. Me refiero a que, si me presentase a unas elecciones diciendo esto, se me echaría encima buena parte de los votantes. España tiene todavía tres millones de parados. Y, por otro lado, la evolución prevista para los próximos dos decenios en cuanto a necesidades de población activa, en edad y con voluntad de trabajar, requiere mano de obra. Necesitamos inmigración para sostener nuestro sistema de seguridad social. Así de claro.

Sin embargo, como digo, hay tres millones de desempleados. Esta bolsa de desempleados está dominada por tres colectivos: paro juvenil, paro de mayores de 50 años e inmigrantes con permiso de residencia, pero que no encuentran trabajo.

España es grande, pero el sistema de pensiones, de seguridad social, sanidad y educación está saturado y gripado. Ni los hospitales públicos, centros de asistencia primaria e institutos de enseñanza son infinitos. En el camarote de los hermanos Marx, cabía mucha más gente de lo que el espectador pudiera imaginar, pero la escena acaba en el más absoluto de los caos, porque cualquier espacio está siempre diseñado para dar cabida a un volumen de personas determinado. Y lo mismo sucede con los servicios sociales.

Así que, en la dimensión primera, la laboral, lo primero, antes de conceder más permisos de residencia a extranjeros, es colocar a los que estén en desempleo. ¿Cómo? Con dos medidas muy estrictas y poco populares, como he señalado. La primera es que el desempleado ha de inscribirse a una lista limitada de sectores donde ha de aceptar ser contratado por el salario mínimo, en caso de recibir una oferta del SEPE y que sea a menos de equis kilómetros de su residencia habitual. Puede rechazar la primera oferta. La segunda quizás también. Pero si rechaza la tercera, pierde cualquier prestación o subsidio (esto, para todo el mundo y, si además es inmigrante, debe volver a su país). ¿Por qué? Pues porque no puede quedarse consumiendo servicios sociales sin contribuir a los mismos tras tres ofertas de empleo rechazadas.

Sé que son medidas drásticas e impopulares. Pero hay que dar salida, antes que nada, a las personas en desempleo. Del mismo modo, las empresas tienen obligación de dar prioridad a un desempleado antes que a un nuevo inmigrante, siempre que el perfil se ajuste a su oferta de empleo.

Una vez consigamos reducir de verdad la bolsa de desempleo y estar con un nivel de trescientos mil parados, que sería una especie de bolsa flotante fruto de entradas y salidas, podemos empezar a dar cabida a más gente.

Los necesitamos. Pero la inmigración se debe hacer de forma ordenada, respondiendo a las necesidades de la estructura económica del país. Hay que traer personas con la formación y aptitudes de la mano de obra o trabajadores que el país precisa. No tiene sentido desligar el perfil de la persona del criterio para entregar un permiso de trabajo. Si, por ejemplo, estamos sobrados de carpinteros, pues no traigamos más carpinteros. Y si faltan programadores, pues se conceden permisos a programadores. Creo que es bastante obvio.

El problema aparece cuando sale el progresista de turno, levanta la mano y te dice: eso es inmoral, insolidario y falto de compasión. Vale, de acuerdo. Abramos ahora el otro camarote. El de la solidaridad. El de dar cobijo a personas que no necesitamos o que no tienen el perfil para trabajar en España, pero que, por cuestiones lógicas y que comparto plenamente, de solidaridad, hay que acoger. La pregunta es: ¿cuántas personas nos caben en ese camarote? Y eso nos daría una medida de cuánto podemos ayudar a los inmigrantes ilegales.

Véase como si, en lugar de un camarote, lo separamos en dos, se pueden establecer en el primero, criterios económicos y laborales, y en el segundo, criterios sociales. 

De esta forma, podríamos abordar debidamente esta difícil y espinosa cuestión.