La cara que no se ve
Quizás el éxito es mirarse en el espejo, sin filtros ni hashtags, y decirse: “Así como estoy, ya soy suficiente”

- Rat Gasol
- Olèrdola. Martes, 22 de abril de 2025. 05:35
- Tiempo de lectura: 4 minutos
Hay días en los que el sol brilla más que nunca, la vida es de color rosa y todo parece encajar: el post perfecto, tu imagen con el micrófono en la mano, el hashtag acertado… Un nuevo hito profesional compartido, un mensaje inspirador y un agradecimiento genérico a un magnífico equipo. Y la red te responde con cientos de “likes” y decenas de comentarios de admiración y complacencia. El relato del triunfo se retroalimenta, y por un instante, solo por un instante, te sientes en lo más alto, en el podio del mundo.
Sin embargo, ¿qué sucede cuando cierras la pantalla? ¿Qué hay, verdaderamente, tras este escaparate digital donde todos somos imparables, brillantes e imprescindibles? ¿Es ésta la nueva normalidad laboral que nos han vendido y hemos comprado, o es tan solo una ficción espléndidamente interpretada? ¿Y si esa vida profesional que nos tragamos unos y otros no es sino una autocampaña publicitaria?, ¿un maquillaje?, ¿una máscara dorada que oculta aquellos momentos que la sociedad prefiere enmudecer?
¿Qué hay tras este escaparate digital donde todos somos imparables, brillantes e imprescindibles? ¿Es esta la nueva normalidad laboral que nos han vendido y hemos comprado, o es tan solo una ficción bien interpretada?
Yo misma me he sentido atrapada en esta dinámica. He escrito publicaciones buscando el reconocimiento, compartiendo unos éxitos y unas victorias mientras, por dentro, en silencio, me ahogaba en un pozo de inseguridades, temores, o incluso agotamiento. Y me he dado cuenta de que, demasiado a menudo, cada relato triunfal soterraba la necesidad desesperada de ser vista, de ser validada, de no desaparecer. Y el miedo, el terrible temor a decepcionar, a no estar a la altura de aquello que tu personaje público ha construido.
Vivimos inmersos en una cultura de la exhibición permanente, en la que incluso el fracaso debe ser épico, transformador, casi poético. Todo es contenido, todo es narrativo. Pero la certeza es que, con demasiada frecuencia, cada post oculta horas invisibles, inseguridades que muerden, reuniones eternas, ideas rechazadas y esa sensación amarga de no saber si hacemos lo suficiente, si somos lo suficiente.
Vivimos inmersos en una cultura de la exhibición permanente, donde incluso el fracaso debe ser épico, transformador, casi poético
Porque, en un entorno que premia la hiperproductividad y penaliza el silencio, ¿quién se atreve a decir que está agotado, que no puede más y que duda de todo? ¿Cuántas personas tienen el coraje de compartir que han sido despedidas, que no han llegado a objetivos, que no les llaman de ninguna parte, o que se sienten desconectadas de todo lo que un día les había apasionado?
Los timelines profesionales se nutren de discursos de empoderamiento, de liderazgos con propósito, de proyectos con alma. Se respira una especie de felicidad obligada, una exigencia constante de inspirar, de crecer, de destacar, de deslumbrar, como si solo existiéramos cuando generamos admiración.
Pero, ¿y si ya no queremos brillar? ¿Y si queremos simplemente vivir? ¿Trabajar dignamente sin tener que convertir cada pequeño logro en una hazaña épica? ¿Sin tener que construir una narrativa de superación tras cada cambio de trabajo?
¿Dónde queda el presente? ¿Dónde queda ahora el derecho a estar mal, a reconocer que no tenemos las respuestas, que también estamos cansados, que tenemos miedo, que no nos sentimos perfectos ni inspiradores?
Hoy LinkedIn se ha convertido en el escenario de una representación colectiva donde la vulnerabilidad se expresa solo cuando ya ha sido superada. “Hace un año me hundí, pero ahora soy más fuerte que nunca”, leemos. Y me pregunto: ¿dónde queda el presente? ¿Dónde queda ahora el derecho a estar mal, a reconocer que no tenemos las respuestas, que también estamos cansados, que tenemos miedo, que no nos sentimos perfectos ni inspiradores?
Hay una presión sutil pero persistente por producir, por mostrar, por validarse a través de la mirada de los demás. Y esa presión no solo se traduce en estrés o en ansiedad: se convierte en una alienación profunda. Ya no sabemos si trabajamos para vivir o vivimos para ser vistos trabajando.
Mientras tanto, el trabajo real, el de verdad, el que no sale en LinkedIn, continúa. Lo hacen aquellas personas que no tienen tiempo de construir una marca personal, personas que sostienen equipos, que cumplen plazos o que simplemente sobreviven. Lo hacen aquellas personas que no tienen una “bio” estratégica ni un “pitch” de treinta segundos, pero que resuelven problemas, escuchan, acompañan, hacen que las cosas pasen.
Hay una presión sutil pero persistente por producir, por mostrar, por validarse a través de la mirada de los demás. Ya no sabemos si trabajamos para vivir o si vivimos para ser vistos trabajando
¿Por qué hemos decidido que solo existe el trabajo que se ve? ¿Y qué hacemos con todo lo que no tiene una narrativa sexy: las tareas repetitivas, los proyectos que fracasan, las relaciones laborales que se desgarran, las jornadas eternas que no llevan a ninguna parte?
Cada vez que vemos un éxito ajeno proyectado con énfasis, sentimos un pinchazo interior. Y no es envidia, no del todo. Es más bien la sensación que nosotros no estamos a la altura, que quizás no somos bastante, que no avanzamos lo suficiente, que no triunfamos lo suficiente. Porque nos sentimos derrotados cuando no tenemos nada que anunciar, porque nos sentimos pequeños, insignificantes, si no tenemos nada que exhibir.
Hay días en qué callar cuesta, pero hablar todavía más. Porque parece que solo podemos expresar aquello que encaja dentro de la narrativa del éxito. La duda, la parálisis, el desencanto, son vistas como debilidades. Pero no, no lo son. Son condiciones humanas. Son parte del proceso. Son el reverso necesario de toda carrera profesional que no sea una farsa.
La duda, la parálisis, el desencanto, son vistas como debilidades. Pero son condiciones humanas. Son parte del proceso. Son el reverso necesario de toda carrera profesional que no sea una farsa
Quizás no es necesario quemar LinkedIn, ni dejar de utilizar las redes. Pero necesitamos recuperar algo de verdad, decir menos y vivir más, exhibir menos y sentir más, reconocer que el silencio también es una forma de dignidad, que no todo hay que compartirlo, que no tener nada que anunciar también puede ser un signo de madurez.
En una sociedad donde todo el mundo parece avanzar, triunfar y reinventarse, la autenticidad es el último acto subversivo. Y el descanso, la indecisión, la pausa, son formas de resistencia. Porque quizás el verdadero éxito no es sumar seguidores, ni recoger reconocimientos, ni viralizarse frases motivadoras. Quizá el éxito sea mirarse al espejo, sin filtros ni hashtags, y decirse: “Así como estoy, ya soy suficiente”.