Seguramente los que me estáis leyendo hoy, ahora, tratándose este, ON ECONOMIA, de un medio económico digital, esperaréis que mi artículo de opinión verse sobre alguna noticia del ámbito empresarial, financiero, laboral o de los mercados. Y cabe decir que esta ha sido sin duda la línea de todas mis intervenciones, porque en un mundo global como el nuestro todo se sucede vertiginosamente y siempre hay algo nuevo que decir y rebatir.

Pero hoy, y si me lo permitís, quiero abordar un episodio que si bien no ha ocupado grandes titulares ni en la prensa tradicional ni en los canales audiovisuales, ha elevado manifiestamente el termómetro de determinadas redes sociales en sentidos fuertemente opuestos.

Hace poco menos de una semana, este pasado 13 de diciembre, un reconocido diario de alcance nacional publicaba un artículo que daba voz a dos de los 212 sanitarios a quien el Institut Català de la Salut no había asignado una plaza fija para no acreditar un dominio suficiente de la lengua catalana. Citaba textualmente el artículo: “(…) Estos dos centenares de sanitarios, que hace un mínimo de cuatro años que son interinos a Cataluña, y que en determinados casos ya hace décadas, no han podido conseguir su plaza por no haber sido capaces de demostrar un nivel B2 o C1 de catalán”. Y continuaba: “(…) Vuelvo a Andalucía. No tengo fuerzas para seguir intentándolo. Es totalmente frustrante. Te llegas a sentir inferior a los sanitarios catalanohablantes". Y venga, ¡volvamos a ello! Porque parece que hay quien no tiene otro trabajo sino engordar la cruzada mediática contra este requisito lingüístico al sistema sanitario catalán. Los reiterados ataques contra nuestra lengua nos hacen vivir en un día de la marmota que parece que no tenga que acabar nunca.

Parece que hay quien no tiene otro trabajo sino engordar la cruzada mediática contra el catalán. Los reiterados ataques contra nuestra lengua nos hacen vivir en un día de la marmota que parece que no tenga que acabar nunca

Estoy bien harta y cansada, de este mismo sonsonete. Y no puedo abstenerme de decirlo. ¿De veras tenemos que sentir complicidad y empatía con estas personas que viven y trabajan en Cataluña y que, después de años y años, precisamente como es el caso que aquí nos ocupa, todavía hoy no tienen la capacidad de expresarse con la lengua propia del país que los acoge? Porque sí, es cierto, tenemos dos lenguas oficiales en nuestro territorio, el catalán y el castellano, y obviamente todo el mundo es libre de hacer el uso que considere en su esfera personal. Pero en el ámbito de la administración pública, esta enorme estructura que apuntalamos todos y cada uno de nosotros con nuestros impuestos, los empleados públicos no tan solo tienen que estar debidamente capacitados para el desarrollo de las funciones inherentes al puesto de trabajo sino que, en aquellas regiones donde conviven varias lenguas oficiales, deben garantizar la atención al ciudadano en el idioma que éste se dirija.

Y que nadie se equivoque, relativizando o banalizando esta noticia. Porque lo que verdaderamente nos tendría que alarmar es el fondo de la cuestión, esta catalanofobia que menosprecia una vez y otra la realidad plurinacional y plurilingüística del Estado. Las lenguas son un patrimonio cultural, social y económico. Tratar aquí y ahora de la importancia de entender y hablar el catalán no es en ningún caso un capricho o una obsesión personal, ni tampoco ninguna medalla de patriotismo, aunque me considero una firme defensora de mi lengua. Hay un consenso generalizado entre los economistas sobre el hecho de que el conocimiento de lenguas, en sentido amplio, representa un factor de capital humano que genera efectos positivos en los resultados laborales. Las lenguas abren puertas y multiplican las oportunidades. Y es en este sentido que hay que velar para que los sanitarios que provienen otros lugares del mundo y prestan servicios en la salud pública lo hagan con respeto hacia los derechos lingüísticos de los catalanohablantes.

Lo que nos tendría que alarmar es esta catalanofobia que menosprecia una vez y otra la realidad plurinacional y plurilingüística del Estado. Las lenguas abren puertas y multiplican las oportunidades.

¿Por qué tenemos que poner en cuestión la normativa de la Generalitat de Cataluña en esto de acreditar un nivel C1 de catalán a los profesionales que trabajan con plaza estable para la sanidad pública y concertada y, por el contrario, vivimos con normalidad que una empresa, sea del ámbito que sea, nos exija un determinado nivel de inglés o el conocimiento avanzado de algún programa de diseño o de un software ERP? Yo misma he perdido oportunidades laborales para no dominar suficientemente un idioma extranjero, a pesar de disponer de la experiencia y del resto de competencias técnicas y habilidades personales. Pero estas son las reglas del juego, cumplir todos los requisitos y ganar posiciones en la carrera de los mejores.

Desgraciadamente, porque con respecto a mí lo vivo con verdadera tristeza y perplejidad, el odio a la lengua catalana es una constante entre muchos españoles y a menudo la excusa perfecta para un innecesario conflicto territorial.

Decimos que en Cataluña somos bilingües. De hecho, hemos hecho nuestra esta frase cuando la realidad de hoy es toda otra cosa. Hemos naturalizado que los catalanohablantes hablen, también, el castellano y, de igual manera, hemos asumido que algunos castellanohablantes, por no decir muchos, hablen solo el castellano, hecho que acentúa todavía más la residualización de la lengua más frágil, en este caso el catalán.

La continuidad y el enriquecimiento de una lengua dependen de la implicación del conjunto de la sociedad y, por ello, hoy más que nunca, empresas y administraciones deben trabajar conjuntamente con un objetivo común: garantizar el uso lleno y normalizado del catalán en todos los ámbitos de actuación. Porque la lengua catalana es, y tiene que seguir siendo, parte activa de la economía y de la identidad del país.