Hace escasas semanas la mayoría de los medios de nuestro país ponían sobre la mesa un dato tan alarmante como incomprensiblemente sorprendente. Según la última Encuesta Trimestral de Coste Laboral (ETCL) publicada por el Instituto Nacional de Estadística (INE), este pasado primer trimestre de 2023 en el estado español se han registrado un total de 149.645 vacantes sin cubrir. Paradójicamente, España hoy dobla la tasa de paro de la zona euro, con un total de 2.908.397 personas sin empleo (mientras la tasa de desempleo en los países de la eurozona retrocede hasta el 6,5%, el Estado denota problemas estructurales fregando el 13%, la más elevada de la región).

Algunos expertos justifican esta contrariedad en tres posibles causas, sin que ninguna de ellas, sin embargo, prevalezca por encima de las otras: la escasez absoluta de mano de obra cualificada en determinados sectores, hecho que podría acabar siendo un factor limitativo del crecimiento económico; las condiciones laborales desfavorables en determinadas actividades productivas, muy en particular los sectores del turismo y la hostelería; y el papel francamente mejorable que tienen las actuales oficinas de trabajo y servicios de empleo.

Vamos por partes. Hoy, y este es un lamento unánime de todo el tejido empresarial, más de la mitad de las empresas del país tienen problemas para encontrar mano de obra cualificada, afectando muy especialmente a los sectores de la industria, la construcción, la hostelería, el turismo y el transporte. Y está precisamente aquí, en este punto, donde quiero romper una lanza en favor de los oficios y de la necesidad de una formación profesional de calidad que dé una respuesta real a las demandas del mercado laboral.

Aunque cada vez menos, afortunadamente, los ciclos formativos todavía hoy están infravalorados y disfrutan de cierto desprestigio. Demasiada gente opina que se trata de la opción para aquellas personas que no tienen aptitudes para estudiar o que no sirven, tal como se referían antiguamente nuestros padres. Una especie de "formación de segunda" cuando, en realidad, hoy los perfiles de formación profesional tienen una más alta inserción laboral que las personas con titulación universitaria, aunque la masa de estudiantes universitarios duplica la de la formación profesional.

Vale a decir, además, que durante muchos años la administración catalana ha dotado la formación profesional de un tratamiento diferenciado de recursos respecto de otras etapas educativas, un infrafinanciamiento que ha desembocado en una falta de equidad y de vulneración de los derechos de los estudiantes en función de su ruta académica, mayoritariamente alumnado de familias de clase trabajadora.

Afrontamos, pues, un nuevo paradigma en que el mercado tiene un claro desabastecimiento de mano de obra que hay que cubrir con eficiencia y con la máxima excelencia. La transformación del tejido productivo empieza en los centros de formación profesional y la colaboración con las empresas es un factor clave y necesario para alcanzar este hito. Tiene que ser "desde la empresa" y "con la empresa" que tenemos que elaborar este mapa educativo que necesita nuestro país, definir con el empresario los perfiles profesionales y adecuarlos a sus necesidades reales, trabajar el DAFO de nuestra propuesta actual y reforzar, más allá de las habilidades y las capacidades técnicas, la actitud y las competencias sociales de nuestros jóvenes. Y, indiscutiblemente, hay que apostar por esta formación dual, por el contacto con las empresas, las prácticas en entornos reales donde los alumnos puedan aprender su oficio con experiencias directas.

La apuesta de país, pues, pasa por una formación potente y adecuada y, por descontado, por la dignificación de las condiciones laborales, con remuneraciones justas y horarios conciliadores. Tenemos que ser un país competitivo y eso nos obliga a dotarnos del mejor talento, de formarlo y retenerlo.

Y, ¿por qué no? Apuesto también por recuperar viejos oficios y empoderarlos. De hecho, las nuevas tendencias ponen en valor el producto de proximidad, la economía verde, la producción sostenible y el capital humano. Volamos y necesitamos madereros que nos hagan salir del Ikea, zapateros que recuperen nuestras "alpargatas", panaderos que nos enseñen el sabor del pan, fruteros que nos escojan el mejor melón o la mejor sandía para cenar; modistas, electricistas, pintores...

Y hace falta un ejercicio de humildad por parte de todos. Como sociedad tenemos que tomar conciencia del valor de estas profesiones, de su papel esencial en nuestras vidas, directamente o indirecta. Todos formamos parte del engranaje y merecemos este reconocimiento. Recordémoslo cuando nos sirvan el próximo café.