La última reforma laboral puso la atención en asuntos todos ellos ajenos a la regulación del despido, incluso con una aceptación implícita de que las modificaciones que se hacían para limitar notablemente la contratación temporal, de fomento de los ERTES y de corrección del régimen de la negociación colectiva se realizaban sobre la base de que se mantenía intacta la normativa sobre los despidos. En particular, para los empresarios se aceptaba la reforma en esas materias en la medida en que no se tocaba el tratamiento de los despidos. Ciertamente, el marco laboral es un todo unitario, de modo que un cambio en una materia acaba teniendo cuando menos un impacto indirecto en otras: el incremento de la contratación indefinida, de hecho, provoca que sea mayor el número de trabajadores protegidos frente a posibles despidos, del mismo modo que la potenciación de los ERTES debe desencadenar un menor uso de los despidos ante situaciones coyunturales de reestructuración empresarial. Pero, en todo caso, a nadie se le escapaba en ese momento que se producía un Acuerdo Social sobre la tácita aceptación mutua de lo que se cambiaba y de lo que se dejaba tal cual, que en este segundo aspecto era esencialmente lo relativo al despido.

No obstante, en los últimos tiempos han surgido determinados acontecimientos que necesariamente ponen sobre la mesa de debate el asunto tan recurrente de los costes del despido y, en particular, de la cuantía de la indemnización por despido improcedente. En esencia, el debate surge en relación con la cuestión de hasta qué punto nuestro sistema de protección frente al despido improcedente cumple con las exigencias de la Carta Social Europea Revisada, aprobada en el seno del Consejo de Europa y ratificada plenamente por nosotros en el año 2021. Por lo que aquí interesa, en esta Carta Social Europea se reconoce “el derecho de los trabajadores despedidos sin razón válida a una indemnización adecuada o a otra reparación adecuada” (art. 24. b). Todo se desencadena recientemente por dos vías diferentes, pero complementarias, de aplicación de esta previsión.

Por un lado, a partir del carácter vinculante de la carta como tratado internacional, algunos tribunales superiores de justicia, señaladamente el catalán, sobre la base de la primacía de la norma internacional, han interpretado que, en determinadas circunstancias especiales, la normativa española da como resultado una indemnización insuficiente al trabajador por el daño causado y no disuasoria para el empleador que le contenga a despedir sin causa justificativa. Resultado, la sentencia concluye que en ese concreto caso la normativa nacional no es respetuosa con la Carta. Esas circunstancias singulares en este asunto se concretaban en que la cuantía de la indemnización legal era muy reducida por la escasa antigüedad del trabajador, no se tenía derecho a la prestación por desempleo por tener un período de cotización insuficiente y la empresa no había acudido con carácter previo al procedimiento menos perjudicial del ERTE. El resultado es que la sentencia, al considerar insuficiente la indemnización legal, establece otra indemnización adicional, que calcula con cierta discrecionalidad, a tenor del concreto daño ocasionado al trabajador con el despido injustificado y el carácter no disuasorio de la cuantía legal.

Por otro lado, el asunto se plantea de manera directa a través de una reclamación colectiva presentada ante el Comité Europeo de Derechos Sociales por parte de la UGT, a la que se adhiere CCOO. Este Comité se constituye como la instancia que en el seno del Consejo de Europa vela por la interpretación correcta de la Carta Social Europea y emite conclusiones sobre su posible incumplimiento por la normativa de los estados que han ratificado la carta. Es cierto que este Comité no es un tribunal propiamente dicho, no dicta sentencias, sus conclusiones no son vinculantes para los estados, ni obligan formalmente a cambiar nuestra legislación. Sin embargo, sus decisiones tienen un indudable valor, no sólo por su significación política, sino sobre todo porque los tribunales españoles pueden dictar sentencias que se separen de la indemnización legal, siguiendo la establecido en estas conclusiones; lo pueden hacer desplazando la normativa nacional y aplicando directamente la Carta Social, a través de lo que se denomina el control de convencionalidad, en ciertos casos aceptado tanto por el Tribunal Constitucional como por el Tribunal Supremo. Esta aplicación directa de la carta, vía control de convencionalidad, es precisamente lo que ha hecho el tribunal catalán en el caso mencionado.

Frente a esta reclamación colectiva, el gobierno español acaba de remitir sus alegaciones, que de manera muy resumida entienden que nuestra legislación sobre despido cumple con lo dispuesto en la carta. Eso sí, lo hace con una fórmula que deja abierta una gran incertidumbre, porque, admitiendo el criterio de que en ocasiones muy especiales la normativa puede que no atienda debidamente lo que exige la carta, lo salva por la posibilidad que tienen los tribunales nacionales de establecer una indemnización adicional en base al control de convencionalidad.

En estas circunstancias, no habrá más remedio que esperar a conocer las conclusiones del Comité Europeo resolviendo la reclamación colectiva planteada, lo que puede demorarse un año y, durante ese período, puede darse un goteo de sentencias de nuestros tribunales imponiendo esta indemnización adicional, en cuantía siempre incierta. Desde luego, hay precedentes suficientes en casos similares de condena a Finlandia, a Francia y a Italia, que pueden dar pistas de por dónde pueden ir las conclusiones respecto de nuestra normativa. En particular, los problemas se pueden plantear respecto de la existencia de un tope máximo de la indemnización (equivalente a dos años de salario) y, sobre todo, la inexistencia de una indemnización mínima, como existe en algunos países, a la vista de que la cuantía sólo se determina por la antigüedad y salario del trabajador.

El problema principal, a nuestro juicio, no se produce tanto por el hecho de que no se considere adecuada la indemnización prevista en nuestro ordenamiento y deba incrementarse, cuanto por los efectos que podría provocar de ausencia de seguridad jurídica, sobre todo para las empresas, pero también para los trabajadores: si no se cambia la normativa sobre la cuantía mínima y máxima, la indemnización adicional quedaría abierta, se fijaría con cierta discrecionalidad por los jueces en estos casos singulares al no encontrarse legalmente tasada. La previsibilidad y certeza de la indemnización constituye un valor en sí mismo. Ello aconsejaría establecer por vía legal una cuantía mínima absoluta para todos los trabajadores, con independencia de cuál fuese su antigüedad; así como unos criterios objetivos y pautados de cálculo de la indemnización en aquellos casos en los que la máxima legal por razones excepcionales se considere insuficiente. En definitiva, sería viable establecer un sistema desde la ley de mínimos y de cálculo superior al máximo legal, compatible con la carta, que atienda al carácter adecuado y disuasorio de la indemnización y, al mismo tiempo, sea predeterminada desde la ley en términos tales que evite un mecanismo esencialmente discrecional caso por caso de control de convencionalidad. Caso contrario, de dejarlo todo abierto, sin respuesta legal, ni los jueces ni las partes se sentirían cómodos con ese nivel de incertidumbre, al propio tiempo que por vía indirecta provocaría una innecesaria judicialización de los despidos.