No deberíamos engañarnos. En la gestión de los datos y estadísticas sobre el desempleo hay mucha cocina. Hoy seguimos con una cifra de alrededor de tres millones de desempleados (sí, estamos mucho mejor que en otros momentos), pero lo más relevante es que uno de cada dos entra en la denominación de “desempleo de larga duración”. En otras palabras, llevan 12 o más meses en esta situación y, siendo objetivos, sus posibilidades de reinserción profesional son prácticamente nulas. Además, somos el país de nuestro entorno con un nivel más elevado de desempleo juvenil con unos porcentajes cercanos al 40%.

Tengamos presente que se adquiere la condición de persona desempleada si: no se ha trabajado en la semana precedente, si se muestra una voluntad de acceder a un empleo y si esta disponibilidad lo es a corto plazo (15 días). No hace falta tener mucho sentido común para concluir que estas condiciones son restrictivas y que, por consiguiente, es muy posible que el número real de personas en situación de desempleo sea superior a la que se formula estadísticamente.

 

Esta problemática tiene una base colectiva y, por ello, no podemos imputarla al Ministerio de Trabajo de turno (cualquiera que sea el color político que lo defina en cada momento). Nuestras tasas de desempleo son consecuencia tanto de la estructura económica del país como de la presencia de unos determinados hábitos culturales y de gestión que no colaboran en su resolución. También tenemos que admitir que a menudo pueden resultar de difícil comprensión las diferencias existentes que, de forma continuada, hay entre los datos que ofrece el SEPE (Ministerio de Trabajo) y los que se derivan de la Encuesta de Población Activa (EPA).

Nuestras tasas de paro se explican por la estructura económica del país y unos hábitos culturales y de gestión que no colaboran en su resolución

Recordemos que a principios de este siglo llegamos a tener una cifra superior a los cuatro millones de desempleados, al tiempo que seguimos manteniéndonos (tristemente) como líderes del ranking europeo en esa materia. Nos hemos acostumbrado a vivir en una realidad que genera todo tipo de efectos sociales y que debería de hacernos caer la cara de vergüenza. Y aunque haya un consenso global en el diagnóstico (por parte de académicos, especialistas e interlocutores sociales, entre otros) los desacuerdos surgen en el momento de determinar cuáles son las medicinas más adecuadas a aplicar.

Aquí, lo verdaderamente grave es que mientras tanto nos dedicamos a reconocer el problema (lo cual es un avance, sin duda, frente a situaciones precedentes), a desarrollar determinadas contabilidades creativas que tienden a minimizarlo, a traspasar la responsabilidad a terceros (ya sea coyunturas internacionales o nuevas tecnologías), a plantear su resolución en el nuevo semestre/año y, finalmente, a proponer y adoptar medidas cosméticas que no actúan sobre las raíces de los problemas.

A modo de ejemplo: estamos muy satisfechos por ser una de las economías que más crece en términos de empleo de la Unión Europea pero no disponemos de información y mucho menos de un análisis objetivo sobre la calidad de este empleo. Hemos dedicado mucho tiempo y esfuerzo al control horario sin saber muy bien cuál es su impacto y trascendencia real y algo similar podría afirmarse sobre la urgencia de regular la reducción del tiempo de trabajo. Un tema que sería mucho mejor dejar en manos de la autorregulación por las partes a través de la negociación colectiva cuando, además, este debate no está vinculado a la necesidad de implantar sistemas de reparto del trabajo disponible.

Desde la óptica de la entidad que presido, pensamos que habría que poner énfasis en el análisis y el planteamiento de medidas dirigidas a mejorar la gestión del mercado de trabajo. Unas mejoras innovadoras que podrían en todo caso introducirse al amparo de las normas existentes sin la necesidad de poner en marcha nuevas reformas legales. A modo de ejemplo y sin afán de exhaustividad, destacamos la gestión del despido colectivo y el acceso a la “prejubilación”, los nuevos formatos de prestación laboral o el desarrollo de la colaboración público-privada de acuerdo con los criterios que establece la nueva Ley de Empleo en materia de gestión de las Políticas Activas.  

Hay que trabajar para promover cambios culturales y en los hábitos de gestión que nos permitan afrontar las nuevas realidades económicas y sociales

Aún más, debemos aprovechar las oportunidades que ya tenemos a nuestro alcance para consolidar las reglas de juego del diálogo social, reducir la burocracia y acercar la toma de decisiones al seno de las empresas u organizaciones. No se trata de atacar ni modificar los derechos constitucionales y tampoco de cuestionar las mejoras introducidas en los últimos años (en materia de igualdad, conciliación o discriminación, entre otras), sino de interpretarlas y aplicarlas de forma más adecuada a la realidad presente.

Todo ello exige trabajar para promover cambios culturales y en los hábitos de gestión que nos permitan afrontar las nuevas realidades económicas y sociales. Nuevas realidades que exigen nuevos planteamientos para aspectos tan relevantes como: la estructura de la formación reglada y la de carácter profesional, el aprendizaje en el empleo, las nuevas formas de prestación laboral, las nuevas dinámicas entre prestaciones contributivas y asistenciales y el incremento de la exclusión y la desigualdad social. 

Porque en materia de empleo, como en otros muchos ámbitos, hay “líneas rojas” que no tendríamos que franquear si lo que pretendemos es crear una sociedad mejor. Aquí es aplicable la máxima de que es necesario hacer las cosas de otras formas si queremos obtener resultados diferentes.