Estás rota. Y no, no es una metáfora ni una exageración. Es una fisura interna que se ha ido agrietando poco a poco y que hoy se ha agrietado de repente. Porque no eres inalterable ni hecha de hierro. Porque bajo tu aparente fortaleza, de quien puede con todo, de quien lo aguanta todo y más, mucho en el fondo se oculta una fragilidad que solo ve quien te quiere conocer de verdad.

No entiendes nada. Porque te dicen que lo has hecho todo bien, pero que algo chirría. Y te sigues castigando. Te repasas de arriba abajo y aún lo entiendes menos. Porque siempre has ayudado, siempre has colaborado, siempre te has esforzado en sumar y en dar tu mejor versión. Has sido rigurosa, comprometida, atenta. Y no has hecho para exhibirte ni para ostentar ningún protagonismo, sino porque es tu forma de concebir la vida y existir. Y, sin embargo, miras lo que te rodea y te sientes sola, tremendamente sola. Aislada e incomprensiblemente rechazada.

Eres coherente e inconformista. No excusas la dejadez. Y esta actitud, que debería ser valorada, a menudo genera rechazo y resistencia

Hoy, la realidad te desnuda y te duele. No buscas el victimismo ni pretendes dar lástima a nadie. Lo que destroza es el desconcierto, la impotencia, la incapacidad de no saber cómo abordar una situación que no entiendes y que querrías entender, que necesitas entender. Te gustaría tener las herramientas, las palabras, la mirada suficientemente clara para saber cómo actuar, pero te sientes perdida en un laberinto de buenas intenciones y resultados inesperadamente crueles.

No eres perfecta, lo sabes y nunca has pretendido serlo. Pero eres coherente. Lo sabes y eres perfectamente consciente de ello. Eres coherente e inconformista. No excusas la dejadez. Y esa actitud, que debería ser valorada, a menudo genera rechazo y resistencia. Sí, molestas. Y no por lo que te falta sino por todo lo que das.

Porque tu nivel cuestiona. Porque tu autoexigencia incomoda. Porque hacerlo demasiado bien, en determinados entornos y en determinadas situaciones, es percibido como una agresión. Y en este contexto, no hace falta que digas nada. Ya solo con tu forma de hacer, remueves. Y lo que sacude, lo que se rebela, con demasiada frecuencia se ve con recelo y antipatía.

Tu autoexigencia incomoda. Porque hacerlo demasiado bien, en determinados entornos y en determinadas situaciones, es percibido como una agresión

Te haces daño, pero te sigues examinando. ¿En qué has fallado? ¿Qué has hecho mal que ahora te sientas tan vulnerable e irrelevante? Asumes más de lo que te corresponde. Y no te asusta. Simplemente, te preparas, te responsabilizas, te comprometes y lo llevas adelante. Y, sin embargo, recibes silencio. Frío. Indiferencia. Comentarios velados. Miradas que evitan. Palabras que no llegan. Te hacen sentir que te equivocas, pero no te cuentan cómo ni por qué. Y esto desgasta. Desorienta. Rompe.

Te pones en duda, de nuevo. Te preguntas si quizá deberías bajar el ritmo, exigirte menos, pasar más desapercibida. ¿Pero cómo te pueden pedir esto si no sabes ser de otra forma? No sabes hacer las cosas a medias. Y renunciar a ser cómo eres no es sino desaparecer.

Tu precisión se malentiende como control. Tu coherencia, como soberbia. Tu compromiso como arrogancia. Pero renunciar a ser como eres no es sino desaparecer

Te rompe el no encajar, no porque no se valore el trabajo, sino porque no saben convivir con tu exigencia. Te vuelven una presencia incómoda cuando solo quieres contribuir. Y esto no es culpa tuya. Es una estructura que premia la comodidad y castiga a la conciencia.

Tu precisión se malentiende como control. Tu coherencia, como soberbia. Tu compromiso como arrogancia. Pero solo pretendes hacerlo bien. Demasiado bien, tal vez. Y hoy, esa perfección te ha dejado vacía.

Sientes la injusticia de quien lo ha intentado todo y, en lugar de reconocimiento, recibe distancia. La tristeza de ver que la excelencia a menudo no se premia, sino que se penaliza

Sientes la injusticia de quien lo ha intentado todo y, en vez de reconocimiento, recibe distancia. La tristeza de ver que la excelencia a menudo no se premia, sino que penaliza. Que las empresas que proclaman valores y calidad no siempre saben sostener a quien les encarna en serio.

Pero tu dolor es también un espejo. Porque tu desgaste no es únicamente tuyo: es el síntoma de una cultura que confunde la calma con la mediocridad, y la obediencia con profesionalidad. Una cultura que expulsa —o invisibiliza— a quien no se adapta a la lógica de la inercia. Y ese es el talento que perdemos, el talento que no sabemos retener por temor o por inmovilismo.

 

Tú no eres débil, eres consecuente. Y tu ruptura es honesta, es humana. Y en esa fragilidad hay una fuerza que el sistema todavía no sabe reconocer: la de quien no quiere renunciar a su manera de hacer, aunque todo la invite a ceder y a renunciar.

Tu desgaste no es únicamente tuyo: es el síntoma de una cultura que confunde la calma con la mediocridad y la obediencia con profesionalidad. Una cultura que expulsa a quien no se adapta a la lógica de la inercia

Porque cada vez que se calla una voz exigente, pierde todo el mundo. Y cada vez que una persona como tú se va, queda un espacio que nadie sabe llenar. Se pierde criterio, rigor, excelencia y futuro. Y se alimenta una cultura que confunde estabilidad con conformismo.

Quizás un día eso cambiará. Quizás un día ya no habrá que justificarse para hacerlo demasiado bien. Pero mientras este día no llega, solo queda resistir. Y escribir. Porque poner palabras a esta realidad desnuda, a veces, es la única manera de no morir del todo.

Y es necesario que alguien lo diga: las organizaciones que no son capaces de retener ese tipo de talento están hipotecando su futuro. Pierden no solo personas altamente cualificadas, sino también criterio, cultura y capacidad de transformación. El silencio frente a la exigencia, la inacción frente a la injusticia sutil, la tolerancia con la mediocridad son síntomas de una cultura de recursos humanos frágil y conservadora.

Las organizaciones que no son capaces de retener ese tipo de talento están hipotecando su futuro. Pierden no sólo personas altamente cualificadas, sino también criterio, cultura y capacidad de transformación

Las instituciones que solo celebran la eficiencia cuando no incomoda, que solo valoran el compromiso cuando no cuestiona, promueven entornos que favorecen la fuga de talento, la desmotivación y la desconexión emocional. Y esto no es solo un problema ético o relacional: es un problema económico, estratégico y de competitividad.

No deberías pedir perdón por ser como eres. Ni rebajarte para encajar en estructuras que no saben sostenerte. No eres tú quien debe cambiar para agradar, sino el sistema quien debe aprender a convivir con la verdad de las personas que incomodan porque aman lo que hacen. Si esto todavía no ocurre, es que queda mucho trabajo por hacer. Pero, mientras tanto, resiste. No porque sea fácil, sino porque hacerlo demasiado bien nunca debería ser una condena. Y porque silenciar lo que eres sería mucho peor que todo lo que hoy te rompe.