En diciembre de 2022, el Gobierno aprobó impuestos temporales sobre dos sectores concretos: el energético y el bancario. El preámbulo de estos impuestos indicaba que su propósito era financiar los programas de ayuda para los ciudadanos y empresas afectados por las consecuencias de la guerra de Ucrania; es decir, se planteó como una operación de redistribución de sectores beneficiados coyunturalmente por el momento geopolítico hacia otros perjudicados. Este planteamiento podía tener cierto sentido conceptual y económico en aquel momento por el fenómeno económico llamado "beneficios caídos del cielo", traducción del término anglosajón "windfall profits".

En el caso de las empresas energéticas, recordamos cómo en 2022 se habló del diseño marginalista de los precios energéticos en España: cada día se produce una subasta en la cual los diferentes productores de electricidad (Endesa, Iberdrola, etc.) ofertan cada una de sus tecnologías de generación a un precio determinado por los costes de aquel día. Entran primero las más baratas, habitualmente la eólica y fotovoltaica, porque prácticamente no tienen costes de operación, solo costes de capital iniciales para montar la instalación, y por lo tanto es preferible vender a 1€ que no vender. Después entran el resto: nuclear, ciclos combinados de gas... La última tecnología en entrar en la subasta, la que tiene el precio más elevado, fija el precio para todas las anteriores. Es decir, el precio final que pagamos por la electricidad no es una media aritmética de cada una de las tecnologías de generación sino directamente el último valor en entrar en la subasta, el más alto.

Debido al conflicto de Ucrania y la anulación del conducto Nordstream que conectaba Rusia con Europa, la importación de gas natural se complicó de manera extraordinaria y abrupta y el coste operativo de los ciclos combinados de gas como método de producción eléctrica se disparó. Este, al mismo tiempo, fijaba el precio de las tecnologías que entraban antes en la subasta: la fotovoltaica, la eólica, la nuclear... Entonces, si el coste total de la nuclear (la suma del coste variable: salarios del personal, compra de uranio, mantenimiento... más la amortización del coste de capital: la inversión inicial de montar la instalación) es, ponemos por caso, de 50€/MWh, y en aquel momento los ciclos combinados de gas tenían un coste de 300€/MWh, las nucleares tenían unos beneficios caídos del cielo de 250€/MWh.

En menor medida este fenómeno se podía justificar también en el caso de la banca debido al incremento de los tipos de interés del Banco Central Europeo como herramienta para luchar contra la inflación derivada del mismo conflicto geopolítico, un elemento externo que suponía un importante viento de cola para los beneficios bancarios y que se entendió que "era caído del cielo".

Estamos ante un nuevo paradigma donde los impuestos no sirven para corregir desequilibrios sino que tienen un sencillo afán recaudatorio

Volvemos al presente: bien entrado octubre, se acerca el 31 de diciembre, fecha en la cual expira automáticamente la aplicación de estos impuestos según el plazo inicialmente fijado. Las premisas que justificaban la aplicación ya no existen: los tipos de interés están en tendencia descendente porque la inflación está bajo control, y los precios energéticos han vuelto a niveles razonables.

A pesar de este nuevo contexto, el Gobierno explora todas las vías posibles para prolongar el impuesto o incluso convertirlo en una tasa permanente, lo cual indica que estamos ante un nuevo paradigma donde los impuestos no sirven para corregir una anomalía o desequilibrio concreto (como el caso de los "beneficios caídos del cielo") sino que tienen un sencillo afán recaudatorio delante de la creciente desestructura de las finanzas públicas impulsada por un gasto descontrolado en pensiones de jubilación. Este debate discurre en paralelo a los crecientes rumores de una revisión al alza del IVA, al aumento de los tramos de IRPF encubierto bajo el concepto de chantaje emocional "cuota de solidaridad"... y todavía no ha acabado el año, para ver qué otras sorpresas impositivas pueden aparecer.

La seguridad jurídica se va perdiendo poco a poco y en silencio hasta que llega un día en que, sin saber cómo, se nos percibe como una república bananera

Como es evidente, los descalabros fiscales no son gratuitos. De momento, Repsol ha anunciado que está replanteando el futuro de su ecoplanta en el complejo petroquímico de Tarragona, y Cepsa está cuestionando el futuro del valle del hidrógeno en Andalucía –dos grandes inversiones que, sumadas, exceden los nueve dígitos. Son sustos que en otros tiempos se habrían previsto y detectado a tiempo; primero, porque las novedades en fiscalidad se debatían parlamentariamente y con las partes implicadas, incluyendo a las patronales de los sectores que sufren el impacto. Segundo, porque los impuestos han sido típicamente objeto de un proceso de evaluación de políticas públicas, donde se simula y calcula su impacto, y se analiza la recaudación esperada en contraste con la destrucción de actividad económica que pueden causar. En este caso no se ha hecho nada de todo eso, solo estirar el chicle de una recaudación simplista e improvisada.

Este cambio en el planteamiento de los principios de la fiscalidad es más profundo de lo que parece. Abre la puerta a que se aproveche cualquier rendija tasable para aumentar la recaudación, independientemente de si es justo o no, proporcionado o no, puntual o permanente. Siembra dudas razonables sobre cuál será el sector o el escenario que tendrá el infortunio de recibir un impuesto sorpresa la próxima semana, como quién saca bolas aleatorias de un bombo del bingo. Y tiene implicaciones muy difíciles de prever: igual que la metáfora de la rana hervida, la seguridad jurídica no desaparece de un día para el otro, sino que se va perdiendo progresivamente y en silencio hasta que llega un día que, sin saber cómo ha podido pasar, se nos percibe internacionalmente como una república bananera. Quizás todavía estamos a tiempo de evitarlo.