Detrás de todo el caos político, económico e institucional que Donald Trump ha dejado en Estados Unidos y en el mundo, late un sueño profundamente arraigado en la conciencia americana: el de recuperar el esplendor industrial perdido. El sueño de un país que vuelve a ser la fábrica del mundo, que domina la manufactura avanzada y reduce su dependencia de China y de la globalización. Pero, ¿es este sueño factible o es una quimera?

El precedente histórico: la Segunda Guerra Mundial

Para entender el alcance de esta ambición, hay que mirar atrás. Estados Unidos emergió como superpotencia después de la Segunda Guerra Mundial, no tanto por su capacidad militar —que sin duda era considerable— como por su capacidad industrial, logística y de innovación tecnológica.

Durante aquel conflicto, el país transformó completamente su economía para responder a una guerra total. Ford pasó de fabricar coches a construir bombarderos a un ritmo nunca visto. Las mujeres entraron masivamente en las fábricas. Y el Estado, a través de una planificación centralizada, coordinó una movilización industrial sin precedentes. Aquel periodo supuso uno de los saltos tecnológicos más acelerados de la historia moderna, y puso de manifiesto el poder del Estado para transformar estructuras productivas enteras cuando hay un propósito claro y colectivo.

El caso actual: el ejemplo de los smartphones

Pero aquel modelo ya no existe. Para ilustrar la distancia actual entre el sueño y la realidad, observemos el caso de los smartphones. Hoy en día, los iPhones se fabrican mayoritariamente en China, a través de la taiwanesa Foxconn, mientras que empresas como Xiaomi, Oppo o Huawei no solo producen, sino que también innovan desde la base.

Este dominio chino no es fruto de mano de obra barata, sino de dos fortalezas esenciales:

  1. La experticia técnica acumulada en torno a la manufactura de precisión.
    Como explicaba recientemente Tim Cook, si Apple tuviera que trasladar la producción de iPhones a EE. UU., tendría graves problemas para encontrar ingenieros especializados en utillaje. Literalmente, “cabrían todos en una sola sala”. En China, en cambio, son miles, con formación específica y experiencia acumulada durante décadas. Este tipo de capital humano no se crea en un año. Requiere un ecosistema completo de formación técnica, trayectorias profesionales sólidas y oportunidades de desarrollo industrial.
  2. La flexibilidad y adaptabilidad del sistema productivo chino.
    Cuando Apple hizo un cambio de última hora en el diseño del iPhone, Foxconn pudo reaccionar haciendo trabajar a miles de personas siete días por semana en turnos de 16 horas. Esta capacidad de respuesta rápida, impensable en Occidente por razones culturales y legales, es fruto de un ecosistema empresarial integrado, jerarquizado e hipercompetitivo.

Por si fuera poco, empresas como Xiaomi ya operan fábricas oscuras, completamente robotizadas y sin presencia humana. Además, marcas como Oppo desarrollan terminales altamente sofisticados como el Find X8 Ultra, con una cámara de sensor de una pulgada ajustada por Hasselblad. Este nivel de innovación en ingeniería de producto es, hoy por hoy, inalcanzable para la mayoría de fabricantes occidentales.

Más allá de los móviles: el automóvil y la inteligencia artificial

Este fenómeno no se limita a los teléfonos. La misma tendencia se reproduce en otros sectores estratégicos como el del automóvil. Marcas como BYD, Nio, XPeng o Geely están redefiniendo el equilibrio global del sector, no solo produciendo vehículos eléctricos competitivos, sino liderando en campos como el diseño de baterías, la integración de software y la conducción autónoma.

Proyectos como Apollo Go, de Baidu, con taxis autónomos ya operativos en varias ciudades chinas, muestran hasta qué punto China está avanzando en áreas que hasta hace poco dominaban empresas americanas como Tesla o Waymo.

Todo esto es posible gracias a un modelo de innovación aplicada muy eficiente. En China, universidades, gobiernos y empresas cooperan estrechamente. Los estudiantes e investigadores pasan filtros altamente competitivos, y el conocimiento generado se transfiere con rapidez al tejido productivo. El Estado, lejos de limitarse a regular, actúa como arquitecto del ecosistema tecnológico.

¿Pueden los aranceles detener este proceso?

Y aquí volvemos al sueño. ¿Puede un sistema como el de Estados Unidos recuperar el liderazgo industrial global a golpe de arancel?

La respuesta es clara: ¡NO!

Los aranceles pueden ralentizar importaciones, proteger sectores concretos, generar presión política. Pero no pueden reconstruir una capacidad industrial que ha sido externalizada y desmantelada durante décadas. No pueden crear expertos en utillaje de precisión, ni fomentar vocaciones técnicas, ni recuperar la cultura del esfuerzo y la manufactura que se perdió en el proceso de financiarización de la economía americana.

La esperanza: las grandes disrupciones

Ahora bien, esto no significa que Occidente esté condenado a la decadencia. Las grandes disrupciones tienen el poder de romper jerarquías y abrir oportunidades. Y actualmente vivimos tres disrupciones fundamentales:

  • La inteligencia artificial generativa, que transforma el conocimiento y la automatización cognitiva.
  • Los robots humanoides, que pueden modificar radicalmente el concepto de mano de obra.
  • La movilidad eléctrica y autónoma, que reformula la movilidad, el transporte y la logística.

Cuando hay una disrupción, la experticia anterior deja de tener valor, y hay que volver a empezar. Esta es la oportunidad real para Europa y Estados Unidos: no competir en terrenos perdidos, sino crear los nuevos.

Ahora bien, la tecnología por sí sola no hace milagros. Los cambios los hacen las personas, y lo hacen a través de sus instituciones, valores y cultura. Y aquí es donde Occidente tiene un reto profundo.

El factor cultural

Como decía Peter Drucker, “culture eats strategy for breakfast”. Y eso sigue siendo cierto.

Los sistemas educativos occidentales han priorizado el individualismo, el cortoplacismo y la comodidad por encima de la exigencia. Las administraciones padecen de ineficiencia crónica, las leyes a menudo responden a dinámicas populistas, y los incentivos están diseñados para maximizar resultados inmediatos, sacrificando el bienestar colectivo a medio y largo plazo.

Los aranceles pueden ralentizar importaciones, proteger sectores puntuales, generar presión política. Pero no reconstruir una capacidad industrial desmantelada

En cambio, en muchos países asiáticos, y en especial en China, se mantiene una cultura de sacrificio colectivo, disciplina, progreso nacional y exigencia formativa. Son valores que pueden no gustarnos, pero que producen frutos visibles.

Es ahora cuando debemos construir la experticia que dará forma a las empresas y organizaciones del siglo XXI, y hará obsoletas a las actuales. Esta es nuestra oportunidad. Pero hay un pero: los cambios los hacen los humanos y no la tecnología, y los humanos los hacen en base a sus valores y su cultura.

Quizá, entonces, para competir de nuevo, Occidente debería mirar hacia Asia no solo para ver dónde está el rival, sino para aprender a construir un futuro alternativo, basado en valores y una cultura de la innovación.