Escribir y hablar de financiación autonómica es cada vez más difícil. Primero, porque las trampas políticas lo contaminan y lo embargan todo, y muchos medios, a menudo alineados con una opción u otra, no facilitan el detalle para una comprensión más objetiva. En segundo lugar, hay que reconocer que, cada vez más, el sistema de financiación español, en su operativa, resulta muy complejo, ya sea por lo que representa la descentralización -como complicación organizativa que, supuestamente, sirve al bien común- como por la manera en que aquí lo hemos ido complicando; fondos, subfondos, cláusulas, anticipos, etc.

Sin embargo, creo que hay tres temas fundamentales para entender los problemas asociados a la financiación autonómica.

Primero: la solidaridad. Sí, queremos que la financiación sea solidaria. Pero el ámbito de esta solidaridad es la financiación de servicios públicos, y no otro; no el de la convergencia en rentas per cápita, que es una tarea diferente y competencia de otras Administraciones. Se puede querer que, sea cual sea la riqueza y capacidad fiscal de cada Comunidad para financiar unos mismos servicios, estos deban garantizarse en todos los territorios. Está claro que, como dicen las normas fundamentales, se trata de que los ciudadanos de los diferentes territorios tengan acceso universal a un conjunto de servicios públicos. Esto implica transferir recursos ajenos allí donde no lleguen los propios, debido a la riqueza de cada Comunidad.

Igualar rentas per cápita, sin embargo, es otra historia. Converger en rentas presupone un programa de política económica de mayor alcance en el que el sector privado sea el predominante. Los servicios públicos fundamentales son, ciertamente, una condición necesaria, pero nunca suficiente, para esa convergencia en rentas. La renta considera los ingresos totales, públicos y privados (siendo estos últimos los más importantes); no es simplemente el resultado de sumar gastos públicos, sino sobre todo rentas privadas (con referencia a la Contabilidad Nacional, y no al presupuesto autonómico). Servicios públicos significa, básicamente, gasto corriente, recurrente cada año, mientras que las políticas para igualar rentas suelen consistir, en su parte pública, en gasto de capital, centrado en facilitar infraestructuras y nuevas inversiones y no en mantener el statu quo.

En la financiación autonómica se trata de transferencias ordinarias, que se gastan con bastante autonomía por parte de los territorios beneficiarios; en cambio, en políticas regionales de renta, quien subvenciona el capital hace un seguimiento para evaluar su destino y asegurar que sirve al objetivo establecido (así lo hacen, por ejemplo, los fondos europeos y, en el Estado, los de compensación interterritorial). Las partidas de la financiación autonómica son transferencias recurrentes; las de convergencia en rentas, transferencias de capital, que suelen estar determinadas en el tiempo y en el objetivo perseguido, y nunca se consolidan ni se arrastran indefinidamente año tras año.

En consecuencia, no se puede esperar ni exigir que la financiación autonómica se mueva, como las políticas de desarrollo regional, de manera inversamente proporcional a la renta per cápita de cada territorio. Y esto, por un lado, porque los servicios a financiar públicamente son universales, lo que significa que son tanto para ricos como para pobres, y no pueden penalizar a quienes más contribuyen; por otro lado, la tentación de utilizar aquellos fondos de la solidaridad autonómica para intentar incidir en rentas creando empleo público, desde los presupuestos de las comunidades autónomas, no es el propósito de la financiación autonómica (servicios), ni tampoco resulta útil para reducir las desigualdades internas de una Comunidad, teniendo en cuenta las cualificaciones exigidas al funcionariado público. Además, la Comunidad, al hacer esto, se ata las manos con el gasto, no en servicios, sino en nóminas.

Queremos que la financiación sea solidaria, pero el ámbito de esta solidaridad es la financiación de servicios públicos, no la convergencia en rentas per cápita

Segundo: el alcance de la redistribución. Se trata, en la financiación autonómica, tal como hemos dicho, de igualar servicios públicos (no privados), básicos (no todos), esenciales (que afectan mayormente a las personas) para el bienestar social (el que hemos decidido entre todos los españoles). También aquí puede encontrarse un debate poco claro sobre si la igualación debe ser total o no, menos del cien por cien, para incentivar la responsabilidad fiscal del receptor.

Pero, más allá del porcentaje, lo decisivo es qué se define como esencial y básico: la educación, por supuesto, pero ¿solo la básica? ¿Incluye la universitaria, pero también los grados propios? ¿La de posgrado? ¿Exenta de tasas? etc. También en sanidad: sin duda, la universal de catálogo público; pero ¿cómo tratamos la calidad de las prestaciones? ¿Las diferencias en listas de espera? ¿Las diversas indicaciones en los tratamientos? etc. Y ya no digamos en la consideración de si la definición de esencial y básico incluye el derecho a la cultura (¿incluidos los toros?), la vivienda social (¿con qué umbrales?) o algunos servicios sociales (¿también la atención a cuidadores?). De modo que, aquí, no bastan grandes palabras ni supuestos principios éticos que no se concreten en prioridades de financiación, dentro de las competencias autonómicas efectivas y no en el simple wishful thinking de algunos políticos.

El Estado ha formulado la nivelación territorial en gran parte desde un esquema horizontal: quita recursos a unas Comunidades para dárselos a otras

Tercero: respetar los dos extremos anteriores. Solidaridad, igualando los servicios públicos básicos, esenciales del bienestar social en manos de las competencias autonómicas (¡que no son todas!), implica la necesidad de nivelar las coberturas requeridas con las capacidades recaudatorias de las distintas Comunidades. Hasta hoy, el Estado español ha formulado la nivelación territorial en gran parte desde un esquema horizontal: quita recursos a unas Comunidades para dárselos a otras. Esto, ciertamente, envenena el debate territorial, ya que fuerza un juego de suma cero; lo que uno gana se le resta a otro, mientras la Administración central arbitra desde su tesorería. Es de los ingresos, muchos, en los que el Estado no participa con ninguna otra Administración de donde debería salir la mayor parte de la nivelación. Y, por eso, de los recursos centrales, el Estado que haga lo que quiera: no es necesaria ninguna fórmula que aparente justicia horizontal en la nivelación (como el principio de ordinalidad, ahora buscado para evitar problemas añadidos); y, ciertamente, el Estado puede hacerlo reforzando el actual Fondo de Compensación Interterritorial y asegurando el destino de los recursos, para sacar del bucle a aquellas autonomías que mantienen diferencias y, así, no pierden financiación.

En un contexto en el que muchos ciudadanos de Comunidades creadas ex novo aspiran a menos y no a más autogobierno, y se sentían más cómodos con las Diputaciones provinciales de antes que con las comunidades autónomas de nueva creación (en particular si su capitalidad no coincide con la provincia que habitan), los ámbitos comentados en este artículo configuran tres mundos diferentes, que políticamente parecen confluir para que alguien acabe dinamitando, por imposible, el sistema de descentralización autonómica español.