En los últimos días ha sido noticia en los medios de comunicación y redes sociales la disminución de la deuda neta con el exterior de la economía española hasta situarse en el 54,4% del PIB, el punto más bajo desde 2005. Es este un dato relevante porque a ninguna economía le interesa depender en exceso de los inversores externos, dado que la fidelidad de su inversión es menor y su exigencia de remuneración puede ser más exigente en condiciones económicas similares. Como es habitual, rápidamente han aparecido quienes se han apropiado de los méritos ignorando el contexto en el que se ha producido.

Para saber de qué hablamos, la posición de inversión internacional neta (PIIN) de un país, así se denomina realmente lo que coloquialmente llamamos deuda con el exterior, es el saldo entre las inversiones de los agentes económicos nacionales en el exterior y la que realizan los del exterior en nuestro país. Este saldo tiene una estrecha relación con la balanza de pagos, es decir, los saldos negativos provocados por un mayor consumo de productos de otros países (que evidentemente hay que pagar y si no se tiene el dinero solicitar un crédito) respecto a los que vendemos a terceros, aumentan la deuda con el exterior, y los saldos positivos logrados cuando la relación es inversa, la disminuye.


Como se puede observar en el gráfico superior, la deuda con el exterior española hasta el año 2000 presenta un ligero empeoramiento para, a partir de ese ejercicio, trocar en un fuerte aumento que alcanza su máximo en 2013 triplicando la cantidad inicial (de 31,1% a 96,4% del PIB). La causa es bien conocida, la gran burbuja inmobiliaria y financiera generó una actividad desenfrenada en España acompañada de un consumo de bienes y servicios de otros países muy superior a los que nosotros les podíamos vender. Fue la época dorada de la compra sin fin de todo tipo de productos, incluidos coches de gran cilindrada, viajes a países exóticos y otras mercancías producidas en el exterior.


El efecto de este comportamiento se ve en el saldo de la balanza de pagos española que llegó a un déficit brutal del 10% del PIB en 2007, es decir, los españoles gastábamos el equivalente a 140.000 millones de euros de hoy más de lo que éramos capaces de vender. Este aquelarre consumista que incluyó la solicitud de hipotecas para la compra de viviendas con un precio creciente y en muchos casos disparatado, se sustentó en la solicitud de créditos a los bancos y, sobre todo a las cajas de ahorro, que incrementaron en 63 puntos de PIB el saldo en hipotecas (en torno a 880.000 millones de euros actuales). La concesión de crédito a personas y promotoras sin evaluar demasiado la solvencia, que a su vez se titulizó para conseguir la financiación de inversores extranjeros.

Este alocado y posteriormente comprobado comportamiento irresponsable aumentó el saldo de la deuda con el exterior en casi 800.000 millones de euros nominales, el equivalente a 65 puntos de PIB. Los eslóganes de “España va bien” o “España va mejor” utilizados por los gobernantes (y adláteres) del momento obviaban esta grave servidumbre, porque evidentemente había que financiar (y refinanciar) esta montaña de deuda y pagar los correspondientes intereses, que como se vio después, no fueron precisamente reducidos cuando aumentó la prima de riesgo del país. Una severa carga que pagar durante años por los ciudadanos españoles, acompañada de algún que otro “pequeño inconveniente” sobrevenido como fue el posterior rescate de la mayor parte de las cajas de ahorro.

El estallido de la burbuja y la inmensa montaña de deuda con el exterior (del sector privado) obligó a la sociedad y a economía española a realizar cambios estructurales en su comportamiento. Era obligado mejorar la competitividad de nuestros bienes y servicios para financiar lo que debíamos y reducir en lo posible la deuda. Para ello, dado que la pertenencia al euro no nos permitía devaluar la moneda, el mecanismo habitual en momentos similares de nuestra historia siempre con resultado poco duradero, fue necesario ajustar precios y en lo posible mejorar la calidad de los productos, más bien lo primero, y así cambiar el signo deficitario por el de superávit en los intercambios con el resto de los países.

Desde 2013, España vende más al exterior y también compite mejor en el mercado nacional gracias al esfuerzo de empresas y trabajadores

Así, desde 2013, España vende más al exterior y también compite mejor en el mercado nacional gracias al enorme esfuerzo realizado por empresas y trabajadores (con un reparto diferente en salarios y beneficios según empresa y sector de actividad). Los continuados saldos positivos desde ese año ya abarcan más de una década (4,1% del PIB en 2023), constituyendo una situación inédita en la historia de nuestro país, que por su duración refleja un cambio estructural en nuestro proceder, posiblemente el más importante de los logrados en el ámbito macroeconómico.

La reducción de la deuda con el exterior es una noticia muy positiva que debemos celebrar siendo conscientes de la necesidad de mantener esta senda en el futuro hasta alcanzar un nivel sostenible de deuda. Pero, en economía y en la vida siempre hay algún pero, a pesar de la intensa reducción alcanzada su actual composición nos muestra un riesgo que también se debería corregir: la deuda pública está tomando demasiado protagonismo dentro del saldo con el exterior (30 por ciento del volumen total y más del 80 por ciento del saldo) consecuencia de mantener un déficit fiscal estructural demasiado alto (3,7% del PIB en 2023). La ayuda del Banco Central Europeo en su sostenibilidad es muy grande al ser tenedor de más del 70 por ciento de la deuda pública española en manos de no residentes (casi 400 mil de 660 mil millones de euros), pero es de esperar que desaparezca en el futuro y, cuando sea así, la solvencia de la economía española será nuestro único aval para financiar la deuda pública española.

La dolorosa experiencia del pasado reciente permite obtener algunas conclusiones. Una primera, no debemos gastar por encima de nuestras posibilidades, es decir, los bienes y servicios españoles deben mantener su nivel de competitividad para que la economía no dependa en exceso de la financiación de terceros países. La segunda, no es conveniente que cuando aparezca algún dato de mejora, el gobierno de turno se apropie del mérito porque coincida con su mandato, ya que como es el caso del saldo con el exterior, ha sido resultado del gran esfuerzo de la sociedad durante un largo periodo de tiempo. Una tercera, no cambiar emitir deuda privada por deuda pública para mantener la actividad económica. Por último, la más importante de cara al futuro, la imprescindible mejora conseguida en competitividad debe estar acompañada de un avance en productividad para mejorar la renta creada que pueda ser distribuida entre trabajadores y empresas. Como he comentado en artículos anteriores, es el gran reto pendiente sobre el que hay que actuar y, en mi opinión, como comentaré en un próximo artículo, las actuales iniciativas para mejorarla no son todo lo sólidas que debieran.