¿Qué tienen en común las protestas de las últimas semanas en Barcelona, Mallorca, Grecia, Portugal, Países Bajos o Italia contra la masificación del turismo? ¿Acaso hay una ola de odio al turista generalizada?

Pero la reacción no se limita a los ciudadanos, sino que hay un creciente número de gobiernos que han establecido limitaciones o tasas a los visitantes. O planean hacerlo. Entre ellos, territorios tan alejados como Japón, Seúl o Venecia.

En algunos territorios, el turismo es su única fuente de ingresos y, por tanto, de progreso económico. En otros, como España, es el sector más importante, salvando las cuentas públicas, gracias al impulso experimentado tras el Covid. Sin embargo, a pesar de lo que se afirma en ocasiones por parte del sector, esta predominancia de una industria puede tener efectos aislados negativos en el ecosistema económico. Numerosos estudios demuestran que el dominio absoluto de un sector puede expulsar talento o iniciativas económicas de otros sectores. Por ejemplo, en la educación o la creación de ecosistemas industriales, en este caso. Ocurrió algo similar durante el boom de la construcción de inicios de los 2000: muchos jóvenes dejaban de estudiar porque ganaban más trabajando en la obra y multitud de empresas menos profesionalizadas surgían al socaire de un sector hipertrofiado, consiguiendo beneficios, con poco esfuerzo. El resultado se traduce en la creación de sistemas de bajo valor añadido. Y éstos, generalmente, están expuestos a los vaivenes del mercado, en mayor medida que estrategias más consolidadas.

Llevo años escuchando a representantes políticos hablar del cambio de modelo turístico, de perseguir un modelo sostenible y de calidad. Pero, en realidad, el apuntalamiento de las hordas de turistas en todos los territorios que mencionaba al inicio se sustenta en las mismas estrategias: vuelos baratos, proliferación de apartamentos turísticos, cruceros y turismo masificado a costes bajos.

Atrás quedan esas modas pasajeras, como el turismo de congresos, las experiencias auténticas o los viajes a medida. Poco tiene que ver con las despedidas de soltero, los botellones, las colas infinitas para replicar el selfie que has visto en Instagram millones de veces o los cinco mil cruceristas secuestrando una isla griega durante unas horas.

Es imposible negar que este modelo tiene externalidades negativas. Las más evidentes son la masificación de los centros históricos, las molestias causadas a los habitantes de estos destinos, los costes medioambientales y energéticos y la pérdida de identidad de los territorios. Los que vivimos en ciudades turísticas sabemos perfectamente de qué se trata.

Pero todo el debate respecto al modelo, nos lleva a pensar qué se busca cuando se viaja. Porque si algo no tiene demanda, tiene poco recorrido en el mercado. Es decir, si lo que buscas cuando viajas es comer en McDonald’s, beber en Starbucks y comprar en las mismas cadenas internacionales que están en tu ciudad, en realidad ¿quieres conocer algo del país al que viajas? ¿O simplemente quieres replicar lo que haces cada día, en un lugar donde hablan otro idioma?

Como viajera empedernida, observo en los últimos años lo que denomino el efecto del minuto: colas enormes en un monumento, cafetería o cualquier otro lugar, para grabar un vídeo o postear una foto, donde has visto a un influencer en redes sociales, sin tener más interés o mayor información sobre el sitio en el que se está, ni dedicarle mayor tiempo, ya que hay que ir a buscar corriendo el lugar de la siguiente foto. La democratización del turismo se parece más a la generalización de la forma de viajar de los grupos de japoneses: vean Europa (entera) en siete días y recopilen 20.000 fotos, que luego no sabrán de dónde son ni qué significan. Pero se lo has visto a alguien en Instagram o TikTok.

Recuerdo con mucha nostalgia mi época universitaria en Florencia. Mi primera semana allí entendí perfectamente a Stendhal. Sin embargo, actualmente me da bastante pena ver en qué se convirtió, con grupos de visitantes que apenas dejan caminar por las calles, miles de comercios y restaurantes tradicionales versionados en sitios de souvenirs y establecimientos de poke y açai, así como un centro histórico cada vez más vacío de habitantes, que languidece cuando los grupos continúan su recorrido.

Plantearse un cambio de modelo turístico parece necesario, pero también hacer una reflexión sobre nuestra sociedad y cómo consumimos todo, tal y como fuera fast food. Porque una cosa es viajar y otra desplazarse. Y yo, sin duda, me quedo con viajar, la curiosidad por conocer algo totalmente diferente, observar a la gente local y aprender de cada día, disfrutando en cualquier destino.