Creo sinceramente que algunas personas o colectivos tienen una idea demasiado restringida de lo que significa negociar. Piensan que se trata, sin más, de conseguir unos determinados objetivos (los suyos, por supuesto) a costa de derrotar al adversario. Es la negociación dura, de ganar-perder, también llamada “Kissinger style”. Utiliza técnicas de juego sucio, de engaño y de manipulación.

Incluso hay gente que piensa que con los enemigos (políticos, empresariales, personales, etc.) no hay que negociar jamás. Tratar con ellos es visto como una humillación, como algo a evitar de forma absoluta. “Al enemigo, ni agua”, reza la famosa frase. Esa gente considera a los enemigos tan malos y tan perversos que ni siquiera se plantea sentarse a una mesa y hablar con ellos. La historia política reciente de España está llena de casos similares. Frases épicas como “con el enemigo no se negocia, se le derrota” se pueden encontrar en abundancia en las hemerotecas. Muy triste.

Otros tenemos una idea algo distinta de la negociación. Pensamos que es, ante todo, el noble arte de lograr acuerdos. Acordar significa pensar que la otra parte puede tener algo de razón, y que, por lo tanto, un buen acuerdo final implica cesiones mutuas. Es la negociación ganar-ganar, también conocida como de “ampliación del pastel” porque al final todos acabamos comiendo una porción de tarta mucho más grande de lo que pensábamos al principio.

Negociar con gente amiga es relativamente fácil. Lo complicado es negociar con los enemigos. Ahí es donde un experto en negociación tiene que dar la talla. No resulta fácil negociar con gente que no podemos soportar o cuyos valores son diametralmente opuestos a los nuestros. Pero, precisamente, ahí está la clave: sin empatizar y comprender a nuestro contrincante, es imposible poder desarrollar una buena negociación. Comprender sus intereses y ponerse en sus zapatos no nos debilita, sino que nos fortalece. No es posible negociar con alguien a quien no comprendemos.

En un momento en que los informes PISA han introducido muchas dudas sobre nuestro sistema educativo, aprender a negociar y a resolver conflictos debería ser una asignatura

Ese es, sin duda, el gran fallo de muchos políticos e, incluso, de muchos empresarios. Pensar que no vale la pena tener en cuenta el punto de vista de quienes piensan diferente. Los buenos líderes se rodean de personas que piensan de manera distinta porque saben que solamente aunando las diferencias se consigue un entorno pacífico y constructivo. Separar y jugar a buenos y malos acostumbra a acabar mal, tarde o temprano. La realidad siempre es poliédrica y la verdad es un constructo compuesto por muchos matices. Los líderes valientes lo saben y lo practican a diario.

En un momento en que los informes PISA han introducido muchas dudas sobre nuestro sistema educativo, sería interesante recuperar la idea de que en las escuelas no solo se deben aprender los nombres de los ríos y las montañas. Aprender a negociar y a resolver conflictos debería ser una asignatura en cualquier centro educativo. Deberían enseñarnos a empatizar y a intentar comprender lo que nos resulta diferente. Solo así lograremos tener una sociedad más democrática y alejada de cualquier tentación totalitaria.

Hay que negociar con los enemigos porque, en al fondo, no lo son tanto. Se trata simplemente de personas que articulan la realidad de una forma distinta a la nuestra. El concepto budista de compasión me parece extraordinariamente útil para convertirnos en mejores negociadores. La compasión budista consiste en desear de todo corazón que los demás estén libres de cualquier sufrimiento y de sus causas. Para ello, debemos valorar sus sentimientos, sus deseos, sus opiniones y procurar encontrar puentes de diálogo. No es una tarea fácil en un mundo cada vez más polarizado, violento e intolerante. Pero no nos queda más remedio si no queremos desaparecer como especie. Así de claro.