Esta pasada semana hemos celebrado el Día de Todos los Santos.

Paréntesis: como comprobarán, no he escrito Halloween, porque, tal y como expresó en unas declaraciones en 2020 el gobernador de Campania en Italia, Vincenzo di Luca, considero a tal fiesta una “inmensa idiotez”. Más allá de que sea una fiesta importada de Estados Unidos o que, gracias a la misma, se haya conseguido un gasto en disfraces y chucherías que supera los mil quinientos millones de euros, considero que es una fiesta fuera de lugar. ¿Por no ser de aquí? ¿Por cargarse nuestra castañada y nuestras tradiciones? No, no me hago tan mayor y cascarrabias. Sigo siendo una persona de mente abierta y que comprende los efectos sociales de la globalización. El motivo es moral. El Día de Todos los Santos es aquél en que se recuerda a quienes nos dejaron, a los seres queridos fallecidos. Y me parece una falta de respeto, de moral, de ética y un derroche de mal gusto disfrazarnos de muertos vivientes en un día así. A ver, hay día mundial de todo. Existe el Día Mundial del Hombre del Tiempo, que es el 5 de febrero; el Día Mundial de Saltarse la Dieta, que es el 6 de mayo; hasta el Día Mundial de Saltar en los Charcos, que es el 9 de septiembre (debería ser en abril, que es cuando más llueve, pero bueno). Así que no veo qué problema habría en añadir al elenco el Día Mundial de los Muertos Vivientes y vestirse ese día de esqueleto, sacerdote asesino o calabaza del terror. Pero el día en que recordamos a los seres queridos que fallecieron, la verdad, es una falta de todo acabar como hemos acabado, disfrazados de Freddy Krueger y la monja asesina.

Pero vamos a lo nuestro, a la economía.

El pasado 1 de noviembre, me preguntaron en algunos medios por el coste de morirse en España. El negocio de los muertos, vamos. En España, enterrar a una persona, más todos los gastos de tanatorio y añadidos, ronda la media de los cinco mil euros. Quizás una de las cosas que sorprenda es que el IVA no está exento. Se paga el tipo máximo, como si fuera un servicio de lujo. La verdad que es poco elegante, pero el Estado no repara en esas cosas, ya saben lo que costó ir eliminando el impuesto de sucesiones (vivo todavía en muchas comunidades autónomas). Y es que la recaudación impositiva no sabe de vivos o muertos y, en cualquier caso, estos últimos se quejan poco y litigan menos.

La verdad es que yo no considero caros los servicios funerarios. Lo siento, pero no. Un féretro no cuesta más que una librería para el salón hecha por un carpintero. El alquiler de una capilla y tanatorio no es más caro que el alquiler de una sala de hotel para una conferencia o reunión de empresa. Las flores y coronas valen lo que valen. Y las sepulturas pueden parecer caras, pero se adelanta el dinero de cincuenta años.

Lo que creo que debería revisarse no es eso, sino el hecho, preocupante y alarmante, de que el mercado de servicios funerarios, liberalizado en 1996, sigue siendo oligopolístico en muchísimos municipios españoles. Se trata de un sector con trabas a la entrada de nuevos operadores, debido a la complejísima cantidad de requisitos que hay que cumplir para poder operar en el mismo.

Por otro lado, el “proceso de compra” de un servicio funerario es absolutamente asimétrico entre comprador y vendedor. El comprador se lo encuentra de repente (aunque la muerte del ser querido sea previsible, nadie se pone a informarse del asunto hasta que no se produce el óbito); el comprador está anímicamente incapacitado para tomar decisiones objetivas; y, finalmente, hay una enorme presión temporal, pues apenas hay dos o tres días de margen para evitar una descomposición del cuerpo del familiar.

Así que todo ocurre a través de una sola llamada. O bien a la compañía de seguros con la que está contratada la póliza de decesos o bien a un tanatorio cercano al domicilio o una funeraria que aparece en el buscador de Internet. En aquella llamada, la primera, única y última, se dirime todo. Casi nadie llama a dos posibles empresas funerarias o se dedica a comparar precios, pues entiende que, dentro del catálogo, habrá una amplia variedad de posibilidades para gastar lo que entra dentro de las posibilidades económicas de la familia.

Los servicios funerarios están formados por grandísimos profesionales. En España, son de una elevadísima calidad y excelencia. Pero eso no quita que se haya alcanzado el grado de libertad de elección que en todo acto de consumo es bueno, para todas las partes, que se produzca.

Excepto para el muerto, a quien, como un taxista me dijo en cierta ocasión siendo alcanzados por un coche fúnebre, ya se le han acabado los problemas. Y todo se la trae al pairo.