Hace algunos años, la denominación de “recursos humanos fue paulatinamente sustituyéndose por la de “personas”. Siempre he explicado que la semántica es importante, más de lo que pensamos. El modo en cómo denominamos las cosas influye de forma decisiva en la forma en que después vamos a gestionarlas y, especialmente, en el enfoque general que sobre ellas aplicamos. Ya lo cantó Juan Ramón Jiménez en su poema: ¡Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas! Y añade: Que mi palabra sea la cosa misma, creada por mi alma nuevamente.

Vamos, como si lo hubiese adivinado. La misma cosa, creada nuevamente.

Un “recurso humano” era un apelativo un tanto hiriente. Por un lado, lo de recurso. Es decir, las personas se consideraban un insumo. Al nivel de los recursos naturales, los recursos industriales o los recursos energéticos. Lo de humanos no era sustantivo. Era un adjetivo. Es decir, el recurso era humano. Así se diferenciaba de los anteriores. Lo de humano era muy poco humano, pues no hacía referencia al carácter humanitario que la empresa debía dar a sus trabajadores, sino que se refería a que el recurso era de naturaleza humana. Fría y llanamente, era un ser vivo racional y no una máquina o pedazo de materia prima.

El caso es que se pasó entonces a hablar de Personas. La cosa cambia bastante. Porque el trabajador deja de ser considerado recurso y pasa a ser entendido como un ser vivo que piensa, que siente, que teme, que anhela, que respira, que prospera. Y también que se cansa, que a veces se desanima, que quizás engaña. Personas, en plural, adquiere una connotación distinta que Personal, que era el antecesor de Recursos Humanos. Departamento de Personal. El personal era más parecido al ejército, al soldado. Los sustantivos pueden clasificarse en individuales o colectivos. Árbol versus arboleda. En nuestro caso, se optó por el colectivo. Primero porque en una empresa trabaja más de una persona y, segundo, porque imprime más fuerza a los derechos de estas: “oye, que son personas”. Y todo el mundo baja la cabeza, y asiente. Las personas no son piezas de ganado, son personas y se les debe todo el respeto.

No todos somos iguales

Bien, explico todo esto porque, por mucho que llamemos Personas al departamento o función gerencial que las gestiona, no todas las personas son iguales. Algunas valen más que otras. Algunas trabajan mucho. Otras trabajan menos. Algunas arriman el hombro. Otras se escaquean. Algunas son ordenadas. Otras son un caos. Algunas son eficaces y eficientes. Otras son una fuente de errores y gastos.

Cuando en una empresa las cosas van bien, lo de Personas, en general, sin distinciones funciona relativamente bien en la aplicación de políticas laborales y organizativas. Pero cuando vienen mal dadas, cuando bajan las ventas o caen los beneficios y es precisa una reestructuración, un expediente de regulación de empleo y decidir qué personas se quedan y cuáles deben irse, les aseguro que las personas se analizan como recursos humanos. Porque las personas empleadas, mal que nos pese, en el Plan General de Contabilidad, se consideran un gasto corriente, que se devenga día a día y contabiliza a final de mes. La cuantía dedicada a sueldos y salarios va directamente a la cuenta de explotación, a la de pérdidas y ganancias. Y esa cruda realidad es la que impera porque, a la postre, los negocios sobreviven cuando son viables, y son viables si tienen beneficios; y los beneficios los da la productividad y la eficacia de las operaciones, muchas de las cuales, dependiendo de la actividad, depende de las personas.

Yo he vivido situaciones de todos los colores. Cuando el viento sopla en la buena dirección, los inútiles, vagos y caraduras pasan desapercibidos. Su ineficacia y coste queda enmascarado y disimulado por los que se esfuerzan, son eficaces y, además, honestos. Cuando vienen curvas, baja la marea y se ve enseguida quien no llevaba bañador. Esas personas son las que deben salir. No debe nunca reestructurarse en función del coste del despido. Siempre he defendido que es mejor quedarse a las personas que suman, aunque sean más baratas de despedir, que a las que no suman o, incluso, restan, por mucha antigüedad que éstas tengan.

Porque, oigan, que sí, que son personas. Y tenemos que hacer las cosas con sensibilidad, educación y compasión. Con empatía. Y que lo cortés no quita lo valiente. Y que hemos de ayudarles a recolocarse, si podemos. Que tienen familia, hipoteca y necesitan pagar sus seguros y educación de sus hijos. Pero no todas las personas son iguales y, menos aún, para las empresas y las organizaciones, que sobreviven cuando los insumos que se incorporan al producto o servicio final son lo más elevados posibles. Así que, a la hora de soltar lastre, hay que tratar a la gente como personas, pero decidir con criterio de recursos.