La transformación de las actividades humanas, consecuencia de los procesos de robotización e implantación de la inteligencia artificial (IA), pone en riesgo el Estado del bienestar centrado en el empleo como componente esencial y provocará asimismo cambios sustanciales en la vida de los seres humanos.

Un proceso que es claramente irreversible y que hoy afrontamos desde tres diferentes planteamientos basados en distintas prioridades: el modelo vigente en la China que tiene un enfoque centrado en el control estatal y la vigilancia, el de los Estados Unidos que pone énfasis en la innovación tecnológica y la productividad, y el de la Unión Europea (UE), con una posición en la que prevalece la protección de los derechos humanos y la seguridad.

Mientras tanto, asistimos a la implantación imparable de estos procesos y constatamos su impacto en muchas actividades humanas, aunque desconozcamos cuál será el modelo que vaya a imponerse o si finalmente habrá uno de carácter híbrido. Sin embargo, somos plenamente conscientes de que la solución final tendrá mucho que ver con el resultado derivado de la batalla política y económica en la que globalmente estamos inmersos.

Un impacto que, si nos centramos en el ámbito del empleo, sigue un proceso imparable y que ha llevado a Marc Vidal a afirmar: “Quien considere que obligando a mantener el empleo (humano) donde sea factible evitando que éste sea sustituido por un robot, un automatismo o, sencillamente, software por la vía sindical, legal o administrativa se va a amortiguar el problema, se equivoca y demuestra que no conoce de qué va (...) la economía de mercado. Si no se sustituye algo que produce menos, más lentamente y con errores sistemáticos por algo que produce más, más rápidamente y sin errores, la capacidad competitiva de quien lo haga (sea empresa privada u organización del sector público) será nula”.

La robotización y la IA ponen en riesgo el Estado del bienestar centrado en el empleo como componente esencial

Es en este contexto en el que me planteo la cuestión que da título a estas reflexiones: la opción dirigida a retrasar determinadas medidas con el objeto de mantener artificialmente las dinámicas laborales (empleos) que hoy ocupan a muchos seres humanos no será, probablemente, más que un parche que no hará más que agravar los problemas a medio y largo plazo.

Necesitamos ser conscientes que este proceso de transformación lleva aparejado otro dirigido al descenso de la calidad del empleo y que favorece dinámicas ineficientes que incentivan actitudes y comportamientos que pueden llegar a ser calificados, incluso, como corrupción económica. Se trata de un problema tremendamente complejo para el que la solución no puede ser la de dejar que la situación se pudra. Patricia Botín ha negado repetidamente que la tecnología vaya a destruir empleo, al contrario “creará millones de puestos de trabajo para quienes tengan la formación y las capacidades adecuadas”. Al margen de reconocer la relevancia de los procesos formativos y de adquisición de las competencias que se demanden en este nuevo entorno me permito poner en relación estas afirmaciones con las que realizo al inicio de este artículo y con las que, por ejemplo, ha formulado Yuval Harari en el sentido de que la transformación que vivimos afectará, aunque en diferente medida, al 80% de las actuales actividades laborales.

Y mientras tanto vivimos situaciones que parecen sacadas del siglo XIX. Una historia contada por Enrique Dans en su blog nos permite adentrarnos en el problema que hace tan sólo 20 años muchos habríamos jurado que no era posible que fuera a producirse: “Era una noche lluviosa de viernes de un mes de mayo inusualmente lluvioso en Madrid. Salí de una clase a última hora, pasadas las diez de la noche. Pasé por el garaje, me subí en el coche, y salí conduciendo a María de Molina con intención de doblar la esquina de la calle Serrano como hago todos los días. También como todos los días, pasé por delante de los restaurantes que hay (en esta zona) y entonces, los vi. Eran unos siete u ocho repartidores de comida rápida o comida a domicilio con sus motos o bicicletas, todos esperando fuera de los restaurantes, bajo la lluvia”.

Una situación que a muchos nos puede parecer una afrenta y que puede motivar que nos preguntemos cómo es posible que esto ocurra en una sociedad desarrollada como la nuestra en pleno siglo XXI. La imagen evocada es una muestra de algo que no es ni disruptivo ni un reflejo de un espíritu emprendedor para "ser otra cosa: pura y dura explotación”. No hace falta ser muy perspicaz para entender cómo son las condiciones laborales en este ámbito. Podemos utilizar o no estos servicios –yo particularmente me he negado a hacerlo–, pero en todo caso hemos de reconocer “el retroceso inaceptable en lo que deberían ser las condiciones de trabajo de un ser humano, una auténtica afrenta a la dignidad”.

No podemos construir la nueva flexibilidad laboral basándonos en la desprotección, la consolidación de situaciones irregulares o la pura explotación

Es posible que el proceso de sustitución de trabajo humano por la actividad que desarrollen los robots u otros mecanismos basados en la IA esté vinculado al que supone la tendencia a la baja calidad de los empleos que somos capaces de crear. Hemos de rebelarnos ante esta tendencia. No podemos admitir situaciones que resultan más cercanas al siglo XIX que al XXI, aunque conviene tomar en cuenta que entre el siglo XIX y el siglo XXI han ocurrido muchas cosas, pero ambos se escriben con los mismos signos cambiados únicamente de lugar. 200 años, ocho generaciones y muchos cambios después debemos exigir que el futuro de la transformación en los entornos laborales no debe de pasar necesariamente por situaciones que nos retrotraen al pasado. La que describe Enrique Dans es una realidad que supone una explotación laboral que hoy no debería ser admitida en nuestro entorno.

Si la flexibilidad y la capacidad de adaptación al cambio es un valor muy interesante y, en muchos casos, supone una buena propuesta de valor en la economía y representa una de las condiciones para que el progreso pueda desarrollarse, no podemos hoy construir esta flexibilidad basándonos en la desprotección, la consolidación de situaciones irregulares o la pura explotación.

No es esta la “cultura laboral” que debemos permitir que se imponga hoy, ni que sea la consecuencia inherente a los procesos de transformación y de introducción de la inteligencia artificial. Una demanda, además, perfectamente trasladable a la exigencia de mayores niveles de responsabilidad en determinadas decisiones empresariales (que no pueden estar centradas únicamente en la obtención de resultados a corto plazo) y un mayor compromiso de los ciudadanos y consumidores en el uso o compra de bienes y servicios. No podemos poner puertas al campo, pero una vez instalados en él deberíamos mantener una posición abierta sobre la implantación de las nuevas realidades con la exigencia de que estas actúen facilitando el desarrollo de los seres humanos.