Ciertamente, se hace complicado confrontar día a día los poderes fácticos que se mueven en torno al sistema financiero. Saber leer las corrientes de fondo quizá sea una de las enseñanzas que me llevé de mis doce años como ‘cuota catalana’ en el Consejo de Gobierno del Banco de España. En el sector confluyen gente lista y bien pagada, por un lado, y cuadros directivos nombrados políticamente, por otro (el regulador, el supervisor), la mayor parte de los cuales con evidentes aspiraciones políticas.

La responsabilidad de los representantes en el Consejo de Gobierno era la de hacer seguimiento de las acciones de los cuadros de mando, filtradas primero por la Comisión Ejecutiva, principalmente, a la cual algunos no teníamos acceso. Se trataba tanto de ayudar a hacer un buen diagnóstico de la salud del sistema financiero y de la economía (desde el servicio de estudios del propio Banco de España) como de velar para que el regulador no fuese capturado por el regulado, como a menudo puede pasar. Y desde el Consejo de Gobierno, “a misa dicha”, era mi responsabilidad, como la de todos aquellos que han seguido como ‘cuota catalana’, realizar con atención la tarea de custodia, también, de los intereses de la economía del país.

No es, la de consejero de Gobierno, una tarea bien pagada, ni siempre agradecida (¡las actas del Consejo quedan enterradas cincuenta años!), con dilución de los éxitos (así, en su día, con las reservas anticíclicas, cuando todo iba bien y el Banco obligaba a guardar y no a distribuir ganancias, para cuando las cosas se torcieran) y singularización de los fracasos (la pandemia financiera que puso patas arriba la economía). Las responsabilidades de los miembros no son diáfanas (actas cerradas, secreto en las deliberaciones del Consejo), y solo las declaraciones en medios o los artículos académicos de cada uno pueden ser, hoy, eximentes.

Renacionalizar la supervisión no puede ser el camino, por mucho que algunos piensen que podrían hacerlo mejor de lo que lo ha hecho el BCE

Desde la posición, hoy, de la retaguardia, interpreto —a riesgo de equivocarme— la tendencia a cierto rechazo de la regulación de Fráncfort —que tan bien ha hecho, creo yo, a la estabilidad bancaria española, saliendo del marasmo anterior— en favor de un retorno a la supervisión de cada Estado. Quizá este sea, en el fondo, el asunto que incomoda a los cuatro gobernadores que han dirigido la carta a la Comisaria europea de Servicios Financieros, Ahorros e Inversiones; la señora Maria Luís Albuquerque. Envían la misiva los gobernadores de Francia, España, Italia y Alemania. Rebajar los estándares regulatorios actuales, como parece que pregona la carta, con la excusa de la simplificación y la igualación con las condiciones de los bancos de fuera de la Unión Europea, puede acabar siendo, de hecho, una forma más de desregulación. Flota, también, la idea de proteger cierta competencia bancaria transnacional, protección incomprensible para un oligopolio que vuelve a cifras récord de beneficios, con la excusa de alcanzar así una ‘estabilidad en el sistema financiero’.

El tono de la carta, que podría suscribir la misma patronal bancaria, tiene un tufillo de presión del supervisor hacia el legislador, que hecha públicamente abriría una trampa peligrosa. Renacionalizar la supervisión no puede ser el camino, por mucho que algunos piensen que podrían hacerlo mejor desde cada país, respecto a cómo lo hace ahora el Banco Central Europeo. Lo digo desde el conocimiento de los peligros de actuar desde supuestos intereses nacionales y hacer, por ejemplo, caer un banco o una caja si conviene. Estos días vemos otro escándalo, a la vista de lo que pasó con parte de la banca andorrana. Recuerdo perfectamente cuando me llamó de urgencia el gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, para comunicarme que en pocas horas intervendrían el Banco de Madrid. La notificación de aquella acción a los miembros del Consejo de Gobierno era obligatoria; yo estaba dando clases en la UPF y, contrariamente a lo habitual, me autorizó, en este caso, a hablar con los medios sobre la necesidad de la actuación, ya que venía de una agencia estadounidense —poca broma—, y se entendía que con la conformidad del SEPBLAC, la Unidad de Inteligencia Financiera de España, y autoridad supervisora en materia de prevención del blanqueo de capitales y de la financiación del terrorismo. La intervención acordada implicaba una salida masiva de depósitos y una liquidación rápida; en detrimento de una intervención alternativa de mayor duración, que parecía más razonable, para aclarar y analizar la viabilidad del banco y, en caso de no serlo, buscar una solución menos traumática.

Digo todo esto para poner de manifiesto el daño que pueden hacer los poderes gubernamentales, por muy patrióticos que sean, embaucando a los poderes públicos reguladores y haciendo confluir los intereses coyunturales de la oligarquía bancaria con los intereses políticos más primarios, contra la estabilidad de la economía. Y, hecho el desaguisado, todos ellos mirar hacia otro lado para eximirse de culpas.