¿Qué es una política progresista?

- Esteve Almirall
- Barcelona. Jueves, 3 de abril de 2025. 05:30
- Tiempo de lectura: 3 minutos
Con frecuencia vemos cómo, a pesar de la aplicación de políticas etiquetadas como progresistas, las condiciones sociales y económicas que pretenden mejorar no solo no cambian, sino que en algunos casos empeoran. Y, sin embargo, se sigue insistiendo en ellas. ¿Por qué ocurre esto? ¿Es que las políticas han fracasado? ¿O quizá nunca fueron, en realidad, políticas progresistas?
Cuando las observamos de cerca, vemos que muchas de estas políticas se centran en intervenir sobre determinados actores económicos, con el objetivo de limitar beneficios o restringir prácticas que se consideran excesivas. Se aplauden sanciones a multinacionales —especialmente norteamericanas—, a bancos, fondos de inversión o agentes que obtienen rendimientos del mercado, a menudo etiquetados como “fondos buitre” o “especuladores”. Esto incluye, paradójicamente, a actores como BlackRock, fondos de pensiones o incluso el fondo soberano de Noruega, considerado uno de los más éticos del mundo.
El diseño de las políticas progresistas no siempre parte de un análisis riguroso del mercado o del contexto. A menudo nace de la ideología
Estas políticas suelen basarse en la restricción o la prohibición, y se enfocan en el control de la oferta de servicios o productos: viviendas turísticas, plataformas como Airbnb, Uber o Cabify, etc.
Ahora bien, el diseño de estas políticas no siempre parte de un análisis riguroso del mercado o del contexto. A menudo nace de la ideología. Se consideran progresistas medidas como la limitación del precio del alquiler o la restricción de licencias VTC, pero no otras.
La falacia de la ideología
Decía el presidente Truman que quería un economista manco —"a one-handed economist"— porque siempre le respondían: “On the one hand... on the other hand…”.
La broma revela una verdad esencial: en economía y, en general, en las ciencias sociales, los fenómenos son multifactoriales. Los modelos teóricos son simplificaciones útiles, pero la implementación práctica requiere comprender el contexto y su complejidad.
No es una cuestión de ideología: una política solo es progresista si sus efectos lo son
Veamos un ejemplo: la reserva de un porcentaje del parque de vivienda para uso social. A primera vista, parece una política claramente progresista. Pero su impacto real depende del contexto:
- Escenario 1: Si la oferta de vivienda es superior a la demanda, esta reserva puede hacer bajar los precios y beneficiar a las rentas más bajas. Es una política progresista con un resultado efectivo.
- Escenario 2: Si la oferta está al límite de la demanda, la reserva reduce la oferta disponible y puede hacer subir los precios. El resultado, paradójicamente, perjudica a las clases más vulnerables.
- Escenario 3: Si hay una crisis de oferta (como en muchas ciudades españolas), retirar vivienda del mercado empeora aún más la situación, con un impacto profundamente regresivo.
La misma política puede tener efectos opuestos según el contexto. Y, además, puede implementarse de formas muy distintas. Por ejemplo, la reserva del 30% de vivienda de nueva construcción para uso social puede hacerse dentro de un mismo edificio, distribuirse por barrios o convertirse en una aportación económica al ayuntamiento, una especie de impuesto. Cada opción tiene implicaciones muy diferentes sobre la equidad, la cohesión urbana y el precio de mercado resultante.
Con los modelos de lenguaje actuales, es más fácil generar escenarios para anticipar las consecuencias de cada política; este es hoy un ejercicio habitual en las escuelas de negocios. Pero hace falta voluntad para llevarlo al mundo real.
¿Cómo saber si una política es progresista?
La respuesta no está en la ideología. Una política solo es progresista si sus efectos lo son. Y esto solo se puede saber analizando datos y situando la política en su contexto concreto.
¿Cómo hacerlo? La forma más habitual es examinar experiencias pasadas y evaluar los posibles resultados a partir de ellas. Esto es posible con políticas públicas sobre temas comunes en muchos lugares y con larga trayectoria. Un ejemplo es la vivienda o la movilidad. En ambos casos hay multitud de ejemplos de prácticamente todas las políticas posibles que se han implementado y cuyos efectos se pueden evaluar.
Para avanzar, hace falta un compromiso de país y abandonar la división artificial entre políticas progresistas y no progresistas
¿Qué ocurre si la política no es tan común? Por ejemplo, la inteligencia artificial generativa, donde no existen todavía muchos casos porque es algo nuevo. En ese caso, hace falta agilidad. Hay que poder evaluar constantemente si ha funcionado o no y retirarla o modificarla en caso de que no funcione.
Esto, sin embargo, genera incertidumbre y puede alejar a los inversores. Por eso se necesitan marcos regulatorios inteligentes, como no conceder licencias indefinidas y prever mecanismos de revisión. Necesitamos administraciones ágiles, orientadas a los datos y con capacidad para experimentar sin sesgo ideológico. En algunos países nórdicos y asiáticos ya se trabaja así, a menudo con evaluaciones independientes.
¿Qué hacer?
La conclusión es clara: no habrá políticas verdaderamente progresistas si no superamos el marco ideológico y adoptamos una cultura de datos rigurosa, abierta y externa al poder político.
Esto es especialmente importante en ámbitos con efectos a largo plazo —vivienda, innovación, investigación o políticas industriales— que trascienden los ciclos electorales. Para avanzar, hace falta un compromiso de país y abandonar la división artificial entre políticas progresistas y no progresistas.
No, Truman no tenía razón. Los economistas —y los científicos sociales— necesitan dos manos. Y una mente crítica capaz de mirar más allá de las ideologías.