Uno de los puntos de inflexión que marcó la pandemia del coronavirus fue un cambio en la percepción colectiva sobre la dispersión de las cadenas de valor. Mientras que antes del Covid el incuestionable criterio era siempre el de minimización de costes, las tensiones en la disponibilidad de todo tipo de productos –algunos de ellos, básicos– hicieron aflorar una cuestión: ¿vale la pena un pequeño sacrificio en la contención de costes a cambio de una mayor resiliencia de las cadenas de valor? ¿Cuál es el precio a pagar razonable para minimizar los riesgos de ruptura de suministro de determinados productos y materias primas? ¿Hay que apostar de nuevo por la reindustrialización de las macropotencias occidentales, que había sido erosionada por procesos de deslocalización, para contrastar los riesgos geopolíticos y logísticos?

Estados Unidos, todavía bajo la administración Biden, lanzó el pistoletazo de salida con una contundente apuesta por el reintegro de determinadas capacidades industriales a nivel nacional. Dentro del cajón de sastre de la "Inflation Reduction Act" (IRA), se esconde un fuerte paquete de subsidios orientados a cubrir la brecha de costes entre la producción asiática y posterior importación y la fabricación local. La estrategia escogida es el subsidio directo de los costes de capital (es decir, la inversión inicial para construcción de fábricas y compra de maquinaria) para nuevos centros productivos o ampliación de existentes en Estados Unidos, con la priorización de sectores que se han considerado de vital importancia: industria automovilística, sobre todo el coche eléctrico; transición energética, incluyendo paneles fotovoltaicos; medicamentos y semiconductores. Esta última categoría ha sido posteriormente reforzada con su propio vehículo legal: la CHIPS Act ("Creating Helpful Incentives to Produce Semiconductors"), que ponía 52.000 millones de dólares sobre la mesa en subsidios directos para la construcción de capacidad de fabricación nacional de microchips en Estados Unidos.

Los resultados han sido extraordinariamente positivos: en tan solo dos años, Intel ha construido una nueva fábrica en Ohio; TSMC ha hecho lo mismo en Arizona –con el valor añadido de que ya se producen chips de 5 nanómetros, los más avanzados, que hasta ahora solo se fabricaban en Taiwán; Samsung ya ha puesto en marcha la producción en el nuevo complejo de Texas, y una retahíla de otros fabricantes acaban de precisar los detalles de su expansión en varios estados americanos. El mapa resultante reposiciona a Estados Unidos como principal potencia en la fabricación de microchips, con todas las derivadas geopolíticas que eso comporta.

Toda actividad de I+D que no vaya acompañada de escalabilidad industrial significará regalar el conocimiento a otras geografías

Este planteamiento tiene varios matices relevantes. El primer matiz es que no estamos hablando estrictamente de I+D. Los chips de 5 nanómetros no son una tecnología nueva; de hecho, ya se fabricaban en Taiwán. Se trata de evitar la total dependencia exterior en este y otros sectores por razones de seguridad nacional, gestión de riesgos y simplificación de las cadenas de valor. Tampoco el coche eléctrico, o los productos semielaborados básicos, son nuevas tecnologías ni se ha aportado ningún avance relevante en sus procesos productivos más allá de aplicar ahora un prisma de reducir el riesgo de corte de suministro.

El segundo matiz importante es que no se ha puesto el foco en poner barreras en el libre comercio vía aranceles u otros obstáculos sino que se ha priorizado la competitividad de la producción local, limando la problemática del peor coste de capital y peores condiciones de acceso a la financiación y tipo de interés en Occidente respecto de Asia.

Las cartas no son buenas para Europa: tenemos un tejido empresarial muy atomizado y una hiperregulación bancaria que hace que la financiación industrial no fluya

A pesar de la vital importancia de alcanzar un grado alto de dedicación del PIB a actividades de I+D, la experiencia de Estados Unidos durante las últimas dos décadas nos recuerda que no es suficiente. La investigación básica, los spin-off académicos y las startups en fase de semilla pueden ser buenos instrumentos para aflorar nuevos modelos de negocio en algunos sectores, particularmente software y tecnologías digitales. Pero no podemos perder de vista las limitaciones de este modelo: primero, algunos sectores tienen importantes barreras de entrada para cualquier avance que quieran plantear: la mejora de procesos en industria metalúrgica no se puede testear en una incubadora de ideas dentro de un campus universitario, y requerirá como mínimo de un importantísimo protagonismo de la transferencia tecnológica universidad-empresa, si es que no tiene que salir directamente de dentro de las empresas gracias a su pulmón financiero, estructura de costes competitiva y regulación ágil y poco invasiva. Segundo, vivimos en un mundo donde el conocimiento fluye a nivel global, y eso implica que toda actividad de I+D que no vaya acompañada de una apuesta decidida por la escalabilidad industrial acabará significando regalar el conocimiento a otras geografías, asumiendo nosotros el coste.

Europa tendría que tomar nota urgentemente de estas ideas. Las cartas no son buenas para nuestro continente: tenemos un tejido empresarial mucho más atomizado que otras geografías, indiscutiblemente liderado por pymes y micropymes. Tenemos también un sector bancario hiperregulado desde la Gran Recesión de 2008-2010, con mil y un controles de riesgos, que hace que la financiación industrial no fluya. Todo eso limita severamente la escalabilidad de las cadenas de valor dentro de nuestro continente. Si impulsamos la financiación e incentivos en I+D sin resolver todo lo que viene detrás, el resultado es previsible: seguiremos regalando conocimiento en otros lugares para que lo aprovechen poniendo en marcha sus capacidades productivas, talmente como hemos hecho hasta ahora, pero con mayor intensidad.