Hablo con un importante directivo acerca de la situación económica y de los principales retos que afrontan las empresas este próximo año, y me dice, “esto ya no va de globalización, sino de regionalización”. No es la primera vez que lo escucho, y la consecuencia es muy relevante para las compañías globales, las que dependen de las exportaciones y las que tienen la producción deslocalizada.

¿Estamos realmente ante una involución de la globalización? Para responder a la cuestión, necesitamos comprender qué ha sucedido. Es decir, ¿cuáles son los desencadenantes de este cambio geoeconómico?

Han sido 3 factores. El primero, la creciente competencia entre China y Estados Unidos. China ha sido un motor de crecimiento para Occidente desde que, en 2001, accediese a la Organización Mundial del Comercio (OMC). Si bien las diferencias en derechos sociales y salarios sumieron a las empresas europeas y norteamericanas en una competencia desleal imposible de combatir, y llevó al cierre de muchas fábricas, tanto de producto final como de componentes, pudimos sobrellevar dos décadas de gran expansión monetaria con una inflación muy controlada.

Sin embargo, como todo en la vida, funciona solo durante un tiempo. Por un lado, China ha crecido demasiado y sus inversiones por África y Latinoamérica han empezado a inquietar a Estados Unidos. Y, por otro lado, la crisis de componentes y semiconductores supuso una toma de conciencia, un aterrizaje en la realidad de la dependencia industrial del gigante asiático. Las autoridades económicas occidentales se propusieron recuperar algunas de las capacidades industriales propias. Es lo que se ha dado en llamar el nearshoring, que consiste en externalizar parte de los servicios de una empresa a otras compañías de países extranjeros cercanos o vecinos o acercar la producción al territorio de consumo. Se depende menos de los vaivenes del coste de los transportes y se intenta, al mismo tiempo, ampliar ventas al país donde se produce y donde el consumo es más fácil de dominar y controlar que en China. Como ejemplo, tenemos la reciente cumbre que mantuvo la semana pasada el presidente Joe Biden con el presidente de México y el primer ministro de Canadá. Toda una declaración de principios y promoción del nearshoring.

Las autoridades económicas occidentales se propusieron recuperar algunas de las capacidades industriales propias. Es lo que se ha dado en llamar el nearshoring

El segundo factor tiene que ver con las tensiones geopolíticas, tanto de Oriente Medio como entre Rusia y Ucrania. Da la sensación de que retrocedemos en el tiempo, y regresamos la guerra fría, solo que, en este caso, con conflictos bélicos de momento locales, pero que pueden agravarse en cualquier momento. Una escalada bélica afectaría al transporte internacional. Lo estamos viendo en el Yemen, con bombardeos sobre barcos mercantes occidentales.

El tercer factor, aunque no es evidente, es la inflación. Mientras el comercio con Asia sirvió para abaratar costes y ayudar a contener los precios, interesó. Pero, tras la expansión monetaria de la Covid, la creación de euros y dólares ya se trasladó a los precios. Demasiado dinero en circulación para un PIB que durante los confinamientos menguó algunos trimestres a doble dígito. Las subidas de precios permiten pagar costes más elevados sin estar sometidos a la incertidumbre industrial, energética y de componentes. Así que muchas empresas occidentales están migrando a proveedores más cercanos.

La pregunta es si esto va a sostenerse y realmente la globalización va a involucionar. Mi opinión personal es que no. Y por cuatro motivos. Primero, las divisas. Los mercados financieros y de divisas son todavía muy dependientes entre sí. Tanto a nivel de financiación de deuda, como en inversiones de compañías globales. En segundo lugar, la siguiente oleada tecnológica, que va a potenciar todavía más la digitalización y el intercambio de información. En tercer lugar, que a nadie interesa un conflicto geopolítico escalado. China viene de una desaceleración, está empezando a recuperarse y no puede permitirse que sus exportaciones se resientan. Y, finalmente, la propia inflación. Este año las subidas de precio, a priori y salvo imprevistos imposibles de anticipar, se van a contener. La inflación va hacia abajo y Christine Lagarde ya ha dejado caer en Davos que, para primavera o verano, si todo sigue así, bajará los tipos de interés. Con precios bajando y costes laborales y sociales aumentando, la presión sobre costes regresará y, por lo menos Europa, se verá obligada a seguir dependiendo industrialmente de China.

La ley del péndulo.