En octubre de 1973 la guerra árabe-israelí tuvo entre sus consecuencias el aumento vertiginoso del precio del petróleo, que se multiplicó por cuatro en pocos meses. Fue la puerta de entrada a un largo periodo de “estanflación” (estancamiento con inflación) que afectó al conjunto de las economías occidentales, puntuado con sucesivas alzas adicionales del precio del crudo —como las derivadas del conflicto entre Estados Unidos e Irán en 1979. Cincuenta años después, en octubre de 2023, un conflicto centrado en Oriente Medio amenaza con desestabilizar el mercado del petróleo, en un momento en que la inflación no está controlada, los tipos de interés podrían no haber agotado su recorrido alcista y la mayoría de los indicadores apuntan a una marcada desaceleración de la actividad en ambos lados del Atlántico. ¿Se repetirá la historia y de nuevo un alza incontrolada del precio de la energía nos precipitará al pozo de la temida estanflación de la que tanto costó salir en las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado?

Hay un elevado consenso en descartar un escenario similar al experimentado en 1973, pero aumenta el grado de incertidumbre entre inversores y consumidores, y este hecho, en sí mismo, podría dificultar aún más que se haga realidad el escenario de aterrizaje suave y posterior recuperación con la inflación bajo control que caracteriza las previsiones de gobiernos, bancos centrales y organismos internacionales. La dependencia del mundo desarrollado del petróleo en 2023 ha disminuido en comparación con 1973, hay otros proveedores importantes además de Irán y los países árabes, y la situación geopolítica de hoy es muy diferente a la de hace cincuenta años: es improbable que los países árabes adopten una postura punitiva respecto de Occidente similar a los embargos y recortes de producción de aquella época. El precio del petróleo Brent subió en un primer momento con el estallido de la crisis en Gaza a principios de este mes de octubre, pero desde entonces se ha estabilizado en el entorno de los 85 US$ y se sitúa muy por debajo de los máximos alcanzados en septiembre (próximos a los 95 US$). El precio del gas, por su lado, ha experimentado un cierto repunte recientemente, pero también parece haberse estabilizado en valores muy inferiores a los máximos de hace un año.

En realidad, desde hace ya varios meses, tanto el precio de la energía, como el de los principales metales, minerales y productos agrícolas ha ido disminuyendo gradualmente y no parece que la tendencia vaya a cambiar a medio plazo. De hecho, un informe reciente del FMI extiende el comportamiento bajista de estos precios hacia 2024 y más allá, asociado con la debilidad creciente de la demanda mundial y el aumento de los tipos de interés, que encarecen la acumulación de inventarios de todo tipo de productos. El precio de un metal en particular, el cobre, sirve para anticipar el estado de la economía mundial. Ello es así por la ubicuidad de este material en multitud de productos y procesos productivos, de manera que cuando disminuye su precio en los mercados internacionales, tiende a reflejar un empeoramiento de la actividad —y a la inversa cuando su precio aumenta. Con la recuperación de la pandemia el precio del cobre se disparó en pocos meses para tocar techo en invierno de este año, descender acusadamente con la primavera y reanudar la tendencia bajista desde agosto.

En principio, el debilitamiento progresivo de la actividad debería facilitar la tarea de los bancos centrales y aunque la inflación media repuntará en 2024 en comparación con 2023, se espera que el perfil de evolución sea descendente y poder entrar en 2025 con la inflación definitivamente bajo control, lo que permitiría relajar la política monetaria, suavizar las condiciones financieras y dar paso a una recuperación sólida. ¿Pero hasta qué punto podemos confiar en este escenario optimista? La situación en Oriente Medio no es en absoluto comparable —desde un punto de vista geopolítico y económico— a la de 1973, pero no está exenta de incertidumbres. Por ejemplo, si el conflicto se enquistase y llegase a involucrar más abiertamente Irán, las consecuencias serían imprevisibles. De momento el comportamiento de las bolsas mundiales no incorpora un escenario de esta naturaleza, pero “las armas las carga el diablo” y como pueda evolucionar el escenario bélico en las próximas semanas y quizá meses podría tener derivadas que ahora no contemplamos.

La cuestión de fondo, por lo tanto, no es una vuelta a un pasado tan fundamentalmente distinto del presente, sino la sucesión concatenada de crisis en un mundo multipolar en el que abundan las zonas de tensión y fractura geopolítica. Con la llama de Ucrania aún viva y siendo incierta su resolución, ahora se incendia de nuevo Oriente Medio. La pandemia llegó cuando las cicatrices de la crisis financiera de 2009 aún eran y son visibles, justificando la implementación de políticas monetarias inéditas, que han contribuido a la inflación estructural en el precio de muchos activos. Los efectos de la retirada de estas políticas, del retorno a tipos de interés reales positivos y de los ajustes fiscales y presupuestarios en ciernes no auguran un camino de rosas. Las crisis se concatenan unas con otras, creando un contexto de incertidumbre creciente, que algunos autores han bautizado con el neologismo “policrisis” —o se extienden indefinidamente en el tiempo, lo que ha provocado otro ingenioso neologismo: “permacrisis”.

La tesis doctoral de John M. Keynes versaba sobre un asunto aparentemente esotérico, pero de gran importancia práctica: la distinción entre “riesgo” e “incertidumbre”. El primero es cuantificable; la segunda no lo es. La tesis de Keynes —y también uno de los temas vertebradores que atraviesan su obra magna, “La Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero”— se podría resumir en que la oferta no genera automáticamente su propia demanda, considerando la economía en su conjunto, en presencia de un estado de gran incertidumbre que retarde o paralice las decisiones de inversión. Cuando ello ocurre el mecanismo de precios —incluyendo el tipo de interés, que es el precio del dinero— no es suficiente para garantizar un rápido retorno a la plena utilización de los recursos productivos. Antes de volver a hablar de “estanflación” el concepto de moda era el “estancamiento secular”. Aunque la idea data de tiempos de Keynes, el economista americano Larry Summers la reformuló para dar cuenta de la tendencia de las economías desarrolladas a perder dinamismo, como consecuencia de un desequilibrio estructural entre ahorro e inversión a escala mundial, que en presencia de tipos de interés cercanos a cero o negativos no es tratable con los instrumentos convencionales de la política monetaria. Ahora, el vocablo en boga es “estanflación”, pero el problema subyacente es el mismo: un nivel de inversión productiva insuficiente para absorber todo el ahorro disponible a los tipos de interés de mercado. De estar aún entre nosotros, Keynes hubiera sido especialmente sensible a los peligros que encierra la incertidumbre omnipresente en tiempos de “policrisis” y “permacrisis” —con el episodio actual en Oriente Medio como un eslabón sangriento más en un mundo convulso. Por eso mismo ponía la esperanza en instituciones internacionales de nuevo cuño que, sin pretender alcanzar la “paz perpetua” de Kant, sí contribuyeran a introducir un poco más de orden y previsibilidad en un mundo real en el que el predominio de la incertidumbre puede llevar al estancamiento persistente —con o sin inflación.