Tras nuevamente navegar por el sinfín de rostros indispuestos y evidente frustración de miles de pasajeros que viene de la mano con los ya recurrentes fallos del Rodalies de Catalunya, uno queda perplejo ante la indolencia de algunos políticos quienes, cansinos, responsabilizan a la “falta de inversión del Estado” del desastre ocurrido el domingo de elecciones autonómicas. A decir del ministro Puente, son 15 millones de euros de impacto directo en el bolsillo de todos los contribuyentes como resultado de este supuesto acto de vandalismo. Resulta exasperante y de suma frivolidad, entonces, que la Generalitat y el Gobierno se limiten a declaraciones que lo único que demuestran es una pertinaz evasión de responsabilidades que impacta hoy en la calidad de vida de 120.000 viajeros por día, y, a futuro, en la ya abultada carga fiscal con la que debemos convivir.

Quienes habitualmente utilizamos los trenes de cercanías de infraestructura gestionada por el gobierno español pero con operaciones de gestión catalana, hemos terminado por normalizar la ineficiencia e incapacidad de quienes tienen a su cargo la administración del sistema. Tomamos por cotidianas estas incidencias, e incluso aceptamos las convenientes excusas de quienes incluso reclaman mayores prerrogativas para su gestión. Ya cambiará, ya mejorará, ya será distinto, suelen ser pensamientos y expresiones de resignados usuarios que edulcoran así el poco respeto que tienen las autoridades por sus ciudadanos.

La tragicomedia del transporte interurbano catalán tiene mucho de latinoamericana, y específicamente, peruana. Tanto es así que Mario Vargas Llosa, en una columna de 2010, relataba con destreza sobre el refinado y pulido arte de mecer: una facultad mágica que no pocos peruanos practican y que consiste en la práctica del engaño sutil, que ataranta al engañado quien, incluso complacido por la treta, acepta la farsa y la justifica. La mecedora adormece, aletarga, y en el proceso, induce a la aceptación del cuento, la estandarización de la mentira como verdad.

Sobre el colapso de Rodalies, temo decir que tal infame contrato de dulces mentiras ha sido firmado y sacramentado por los votantes y políticos de Catalunya

El problema de fondo con “la mecedora”, es que se constituye como la punta del iceberg de la instalada desconfianza que perdura entre los ciudadanos de mi país. Es tan responsable quien engaña como quien acepta el engaño, y temo decir que, por lo visto con el colapso de Rodalies, que tal infame contrato de dulces mentiras ha sido firmado y sacramentado por los votantes y políticos de Catalunya.

Mi abuelo materno, hombre brillante y que apenas falleció en vísperas de la Nochevieja del 2023, pudo sobrevivir al ecosistema informal de mi país por mantenerse firme en el mantra que, desde niño, recuerdo que me enseñó para evitar las estafas y timos a los que estamos expuestos millones de peruanos a diario: piensa mal, y acertarás. Como la mecedora, tal conclusión pone la desconfianza por delante, y no hace sino reafirmar que una sociedad que es incapaz de confiar en sí misma, está destinada al aturdimiento permanente y a la búsqueda del olvido como mecanismo de resolución de problemas, sin coger al toro por las astas y asignar a quienes puedan rendir cuentas de sus yerros. ¿Era el de mi abuelo un buen consejo? En un país en el que es difícil confiar, lo entiendo.

Lo ocurrido el pasado domingo 12 de mayo me indujo a querer pensar mal con tal de dar con la respuesta correcta al aparente menudeo de 40 metros de cobre. ¿Vandalismo? ¿Sabotaje? ¿Terrorismo? Todo es posible cuando lo único que persiste para quienes exigimos respuestas es el silencio y la oscuridad. Mal hacen la Generalitat y el Gobierno al no transparentar las causas del desastre ocurrido en día de elecciones y que, a todas luces, bien pudiera haber sido utilizado como arma política.

Hannah Arendt, en su ensayo La mentira en política, afirma que “a menudo, las mentiras son más creíbles, y más atractivas a la razón, que la realidad, ya que el mentiroso tiene la gran ventaja de saber de antemano qué es lo que su audiencia desea o espera oír”. Tanto es así que la población, los votantes, los ciudadanos, tenemos el mandato imperativo de no someternos a la mecedora y de no aceptar el engaño por más complaciente que sea la mentira que se nos brinda. Para ello, no requerimos “pensar mal” por inercia, sino que, a través del ejercicio de la transparencia, procuremos construir confianza. Fácil es decirlo, claro está.