La segunda era Trump, cara o cruz para Europa
- Pau Vila
- Barcelona. Miércoles, 22 de enero de 2025. 05:30
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La investidura de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, por segunda vez, parece que genera inquietud en Bruselas. Su segundo mandato no ha tenido todavía tiempo de demostrar hasta dónde está dispuesto a llegar en la aplicación real de políticas, pero las intenciones parecen claras: se vislumbra un Trump con mayores ambiciones de cambio que en su primer mandato, con una orientación mucho más agresiva con respecto a la política internacional y, concretamente, con respecto a las relaciones comerciales de los Estados Unidos con el resto del mundo, particularmente con China. Es plausible que se abra un escenario de relocalización industrial en los Estados Unidos, una cuestión que puede impulsarse por dos vías: la más agresiva, con el retorno de fuertes aranceles a la importación de bienes exteriores; la menos agresiva, mediante incentivos para la construcción de capacidades industriales domésticas.
De hecho, no ha habido que esperar a la llegada de la segunda etapa Trump para que se produjeran fuertes transferencias directas para subvencionar el crecimiento industrial en áreas clave: Biden ya puso las bases para esta nueva política a través de la CHIPS Act, una ley francamente exitosa que ha casi regalado la inversión necesaria para levantar nuevas plantas de fabricantes de microchips avanzados dentro de las fronteras de los Estados Unidos.
El éxito de la CHIPS Act ha resultado fundamental para constatar algunas sospechas que ya se podían intuir antes de su aprobación: en los Estados Unidos no hay un problema de innovación, ni de capacidad y calificación de la mano de obra, ni de incapacidad administrativa. El problema era, sencillamente, que en otras geografías los proyectos resultaban más rentables fundamentalmente porque se subvencionaban con mayor intensidad. Una vez salvada esta barrera, la planta de TSMC (el mayor fabricante de microchips mundial) en Estados Unidos es más competitiva que la planta equivalente en Taiwán. Fabrica más chips por metro cuadrado, más chips por trabajador, y con una tasa de defectos inferior. También ha permitido constatar que ignorar el perímetro de las normas de comercio internacional, encarnadas por la Organización Mundial del Comercio (OMC), no tiene consecuencias –o al menos no si quien lo hace son los Estados Unidos o China. China lleva décadas rompiendo cualquier norma o buena praxis establecida por la OMC, o cuando menos, haciendo interpretaciones extremadamente laxas. Esta es una de las advertencias del informe Draghi.
Bruselas no tenía otro remedio que reaccionar a los movimientos de los EE.UU. y de otros tantas potencias mundiales creando sus propios incentivos
La ola ha llegado a Europa. Tarde, cómo suele ser habitual en las reacciones geopolíticas de Europa; también tímidamente. Pero Bruselas no tenía otro remedio que reaccionar a los movimientos de la administración Biden y de otras tantas potencias mundiales creando sus propios incentivos. Primero, para la construcción de microchips, que también ha contado con una ley propia europea; pero acto seguido extendiéndolo a lo que en nuestra casa se han denominado "industrias clave" dentro del alcance más amplio de esta nueva manera de entender las relaciones internacionales, titulada "autonomía estratégica". Autonomía estratégica quiere decir que Europa guardará en un cajón sus lecturas habitualmente estrictas y garantistas sobre protección antimonopolios, no intervención en la inversión empresarial, subvención directa de gastos de capital para ampliación de las capacidades industriales, etc., o al menos intentará hacerlo, si consigue alinear toda la maquinaria burocrática con el cambio de rumbo estratégico.
En el marco teórico, un retroceso de la globalización y cantos de sirena del retorno de los proteccionismos son una mala noticia. Lo son porque en otras etapas históricas ya se ha demostrado que ni Europa ni ninguna geografía puede tener la pretensión de tener liderazgo en todos los ámbitos, en todas las disciplinas –entre otros, porque en algunos casos no dispone de las materias primas necesarias. Hay que decir, sin embargo, que el escenario de las últimas dos décadas presentaba evidentes problemas en la Unión Europea: una política de comercio industrial abierta, con un respeto escrupuloso para la libre competencia internacional, no encaja bien con una política interna de gran exigencia ambiental, de fiscalidad elevada y de fragmentación corporativa. La solución preferible sería la contraria: relajar la inacabable burocracia europea para poder ser competitivos con el resto del mundo en un marco de libre circulación de productos. Nos podemos encontrar, en cambio, que el horizonte de la industria europea sea la convivencia con las pulsiones reguladoras de Bruselas gracias al retorno de restricciones y aranceles para la importación de bienes de lugares donde el contexto les permite ser más competitivos.
Sea como sea, hay prácticamente consenso al considerar que Trump solo puede acelerar esta dirección. Las próximas semanas resultarán decisivas para ver si desde este lado del Atlántico reaccionamos contundentemente al nuevo escenario, y como lo hacemos: reduciendo las exigencias internas y entendiendo que tenemos que poder ser competitivos globalmente, o bien introduciendo nuevas exigencias para las importaciones y avanzando, en paralelo a Trump, hacia un mayor proteccionismo. En cualquiera de los casos, el peor escenario sería la inacción: el triángulo entre una China competitiva y exportadora, unos Estados Unidos cerrados en banda y una Europa lenta, burocrática y abierta al flujo de comercio internacional es un cóctel que nos lleva a perder todas las batallas.